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José Zahonero en AlbaLearning

José Zahonero

"El hijo del capitán"

Biografía de José Zahonero en Wikipedia

 
 
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Música: Rodrigo - A la sombra de Torre Bermeja
 
El hijo del capitán
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I

—Nada, chico, nada. Ya ni nos deja que le hablemos del asunto; es terco y más recio que un cable embreado,—dijo el veterano Sanz.

—Pero yo, por mi parte, he de volver a mi tema, ¿estás tú? No te desanimes, muchacho; si éste ha sido piloto, y o he sido carpintero de a bordo, y con mi barrena taladro un acorazado,—añadió Ginés.

Luego los dos marinos viejos, inseparables camaradas, insaciables bebedores, animadamente hablaron, cuándo uno, cuándo otro, y en algunos momentos a la vez, afirmando que no habían perdido la esperanza de convencer al capitán para que consintiese a su hijo casarse con Paulita. ¿Por qué no? si era una chica muy linda y muy hacendosa. ¡Miren qué fundado motivo para oponerse a la boda tenía el capitán: que la niña era hija de un pobre pescador! Ginés había navegado dieciocho años a las órdenes del capitán, y el piloto mucho más tiempo... ¡Cómo no habían al fin de convencer a éste! Desde hacía más de un mes le visitaban, le acompañaban a paseo desde la aldea a la playa; habían salido juntos algunos días en el balandro, doblando con viento y mar la punta del Proriño... y recordando aventuras pasadas peligros terribles y lances de guerra. Esperaban obligarle a que no fuese cruel con su hijo.

— Le conozco—exclamó con desaliento éste, Juan Martín, añadiendo:—Es de hierro, es inquebrantable. Jamás consentirá en que y o me case con la luja de Parrucho... Repito que el capitán es de hierro; sólo al fuego del noble y ardiente amor de mi santa madre hubiera podido ablandarse la voluntad de mi padre...pero mi madre, ¡ay! mi madre no existe... Habré de hacer una locura.

—¿Cuál? No hagas desatinos, muchacho, —replicó el viejo piloto.

—El último extremo... robar a la muchacha... Parrucho entonces pedirá por su honor... y motivo de honra fue siempre ley para mi padre.

— O para que te rompa un hueso... Ten calma, espera; ¡quién sabel puede que éste, que ha puesto parches en muchos agujeros, tapone el casco y lleguéis a puerto, ¿verdad, Antoñete?

—Haremos una nueva tentativa...—contestó el carpintero,

¡Que si quieres! Pasaron días, y nada lograron los viejos, sino que el terrible capitán, cejijunto y airado, ordenase a sus amigos que no volviesen a mencionar el caso. Toque de silencio.

Sanz y Antonio seguían acompañando al capitán, y hasta lograron que éste entrase una o dos veces en la taberna, pero sin que hiciera más gasto que el de una diminuta copa de rom; se hablaba de todo menos del tema prohibido.

¿A cuántos estamos? A tantos... Faltan tres días para la famosa fecha, aniversario del combate...

¡Triste fecha!... Aquel día se reunirían en la taberna los tres para charlar de aquellas tremedas cosas, a solas, donde nadie pudiera oirlos, donde les fuera dado protestar, lamentarse, consolarse de su desdicha, de las desdichas de la patria...

Alto, erguido, sin arrogancia, airoso sin alarde, mostrando muy marcada en el rostro la nobleza y en la despejada frente la inteligencia, escuchaba el capitán con grave silencio la charla brusca y atropellada de sus amigotes, y hubo un momento en que les interrumpió:

—No se puede hablar de esto... más vale olvidarlo.

Y dichas tales palabras, tomó de la mesa la botella de rom y volvió a llenar la copa, bebiéndola de un solo trago.

Sanz y Antonio se miraron llenos de asombro; aquel hombre tan sombrío, tan comedido, tan severo, nunca había hecho cosa semejante. Su inesperada acción sorprendió de tal modo a Sanz y a Antonio, que casi estuvieron a punto de hacer por no emborracharse aquella tarde.

—¿Hablar de eso?... ¡A qué! Ir al combate en barcos cascados, llevando por máquinas unas costureras Singer y por cañones unas jeringas... ¡Qué infamia!

El rostro moreno pálido del capitán expresó una espantosa indignación, tan imponente, que sus compañeros se estremecieron.

—Bueno, bueno, capitán—dijo Sanz,—dejemos eso... Hablemos de otras cosas. ¡Brindemos por el desquite!... y a otro asunto.

—¡Sí, por el desquite!—exclamó con colérico acento el capitán. Y bebió... una tercera copa de rom!

Aquello era prodigioso; ¡beber el capitán! ¡el marino más austero del mundo!

—¿Sabe usted, capitán, de lo que ahora me acuerdo? Pues de la rapariga brasileira que en Bahía nos convidó a cenar en su casa de campo... ¡Gran algazara tuvimos allí toda la tripulaciónl—dijo Sanz.

— ¡Y la zambullida que se llevó el inglesote aquél que se permitió bromear con el capitán!—añadió Antonio.

—Buena fue—dijo, ¡caso bien singular! sonriendo el capitán, como entregándose de buen grado y por aquellos recuerdos a la francachela.— Quiso el babieca tocar a la visera de mi gorra, y de un papirotazo le eché al agua.

Poco a poco fue animándose la fisonomía del capitán; enrojecíase su faz, chispearon sus ojos, bebió mas, charló y llegó a lo inverosímil... llegó a canturrear, acompañando a sus amigotes y antiguos subordinados.

¡Qué hervor sentía en el cerebro! ¡Con qué desatinada velocidad en aquella juiciosa y siempre serena inteligencia se sucedían las ideas! Inquieto, desviado, veía que todo giraba en torno suyo... Creyó estar a bordo... y mandó en voz alta una maniobra...

—¿No oís?—dijo después.—¡Estáis borrachos!

Al pronunciar esta palabra, como si ella le hubiera devuelto en parte la secuestrada conciencia, púsose en pie y vióse impedido a salir del tabernucho... a escapar dejando allí a Sanz y a Antonio amodorrados.

Dando traspiés salió, perdió el tino, pero volviendo a enderezarse hizo por caminar y anduvo algunos pasos. Pero tropezando no pudo sostenerse y cayó pesadamente al suelo, hasta que poco después alguien le ayudó a levantarse y le puso el sombrero en la cabeza.

A pesar de la turbación que velaba sus ojos, el capitán creyó reconocer a su hijo.

¡Su hijol ¡Qué bochorno! ¡qué afrenta! No obstante la borrachez, el capitán sentíase aterrado, humillado; su altivo carácter, su varonil entereza acababan de hundirse.

— ¡Hijo, no estoy...! ¡La boca me amarga! ¡Juan Martín! Juan... yo decía el capitán, en tanto que el joven procuraba ocultarse a la vista de su padre y que éste alargaba la mano para agarrarle de la ropa y acercárselo a sí. En una de dichas tentativas, prendió el capitán la cadena del reloj del muchacho, y sin que éste lo advirtiese, de un tirón quedóse el marino con parte de la joya, y cerrando fuertemente la mano, retuvo en ella los eslaboncillos.

—Parrucho... vale más que yo. Nunca le han visto... borracho,—decía el capitán. Luego, con acento de timidez, añadió: —Cásate, hijo mío, cásate...; tienes .mi licencia... ¿Entiendes? Te concedo... el consentimiento...

—¡Nunca lo acepto así!—decíase Juan Martín.—¡No, padre mío, nol—pensaba el joven, profundamente conmovido por respetuosa compasión hacia aquella venerable desgracia, efímera, fortuita, involuntaria.

Diestra y cuidadosamente fue acompañando y guiando a su casa a su padre, y al llegar a ella y ordenar a un criado llevase al señor a su habitación, añadió severamente:

— Si el señor te preguntase por mí, dile que marché de la aldea esta mañana. No digas que le he acompañado; te va en ello el pellejo... ¡Silenciol Yo no he venido aquí, y o estoy en la ciudad. Bien lo sabes; marché esta mañana.

 

II

Despertóse el capitán confuso, sintiendo por vez primera en su alma el fervor de un abatimiento vergonzoso. No cabía duda; la tarde anterior se había emborrachado, y al recordarlo, tentaciones le dieron de coger el revólver y pegarse un tiro, o de salir en busca de Sanz y de Antonio, de aquellos viejos toneles, y molerlos a estacazos.

De pronto asaltóle vagamente el recuerdo de haber visto a su hijo, de haberse humillado ante él, y por tal afrenta haberle concedido licencia para casarse con la hija de Parrucho... ¿Cómo retroceder, si ya lo había otorgado?

Levantóse, salió de la habitación, preguntó por su hijo, y los criados, cumpliendo las órdenes que éste les diera, dijeron que el joven se había marchado muy de mañana a la ciudad el día anterior.

— ¡Cómo! — dijo el capitán; — ¿no me acompañó anoche a casa?

— No, señor. El señor vino solo; yo le abrí la puerta, y el señor se encerró en su habitación,—contestó uno de los criados.

— ¡Ah, mi hijo no estaba, mi hijo no me ha visto! ¡Tal vez nadie!—se dijo el capitán. — ¡Lo que yo vi fue un delirio de la embriaguez!

De pronto en uno de los bolsillos del chaquetón halló los eslabones de la cadena de oro, la cadena de su hijo, y el capitán recordó todo. Y quedóse sobrecogido de espanto.

Horas después, Parrucho con sus hijos entraba furioso en casa del capitán, demandando una reparación para la perdida honra. Juan Martín había robado a Paula.

— ¡Ah! lo ha hecho porque no ha visto otro medio de arrancar el consentimiento... de usted,—decían Sanz y Antoñete.

El capitán estaba asombrado; no comprendía aquello, no sabía qué replicar, no sabía qué resolver; sus recuerdos del día anterior y aquel suceso parecían contradictorios; pero al cabo no se hizo esperar el desenlace. Juan Martín y Paula se presentaron a demandar de sus padres el consentimiento y el perdón.

¿Qué pasó por aquella noble alma del capitán? Iluminóse su mente con un rayo de luz, se conmovió profundamente su corazón, y abrazando a Paula y a su hijo, puso en manos de éste, y sin que nadie pudiera advertirlo, el fragmento de la cadenita de oro, y dijo:

—¡Benditos seáis por el Señor como yo os bendigo!... Vuestros hijos os honrarán vuestras canas, como honráis tú, Juan mío, y tú, hermosa niña, las de este viejo que os ama.

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