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Guy de Maupassant en AlbaLearning

Guy de Maupassant

"Sueños"

Biografía de Guy de Maupassant en Wikipedia

 
 
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Sueños
OBRAS DEL AUTOR

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Amor
Carta que se encontró a un ahogado
Confesiones de una mujer
El asesino
El ciego
El collar
El horla
El miedo
Elvelatorio (Velando un cadáver)
Encuentro
En el bosque
La cita
La madre loca
La muerte
La noche
La tumba
Las joyas
Los suicidas
Magnetismo
Nochebuena
Sueños
Una vendetta
Una viuda
Un extraño relato de Navidad

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La comida, una comida de amigos, había terminado. Eran cinco: un escritor, un médico y tres célibes ricos, sin profesión. 

Se había hablado de todo, y el aburrimiento llegaba, ese aburrimiento que precede y decide las despedidas después de los festines. Uno de los comensales, que miraba desde hacía cinco minutos, sin decir nada, hacia el bulevar, atestado de gente, salpicado de mecheros de gas y lleno de ruido, dijo de pronto:

—Cuando no se hace nada desde por la mañana hasta por la noche, ¡qué largos son los días! 

—Y las noches también—añadió su vecino—. Yo no duermo; los placeres me fatigan, las conversaciones no cambian; nunca encuentro una idea nueva y experimento, antes de hablar con éste o con el otro, un furioso deseo de no decir nada ni oir nada. No sé qué hacer de mis noches. 

Y el tercer desocupado agregó:

—Pagaría bien un medio para pasar todos los días, aunque no fuese más que dos horas agradables.

Entonces el escritor, que acababa de coger su gabán, se aproximó:

—El hombre—dijo— que descubriera un vicio nuevo y lo ofreciese a sus semejantes, aun cuando este vicio abreviara la vida en la mitad, prestaría a los humanos un servicio más señalado que el que encontrase el medio de asegurar la eterna salud y la juventud eterna.

El médico se echó a reír, y masticando un cigarro:

Si—repuso—; pero el descubrirlo no es cosa tan fácil. Y, sin embargo, se ha rebuscado y trabajado bien la materia desde que el mundo existe. Los primeros hombres llegaron de un impulso a la perfección en el género. Apenas si los igualamos.

Uno de los tres desocupados murmuró:

—¡ Es lástima!

Y agregó, al cabo de un minuto:

—Si se pudiera, al menos, dormir, dormir bien, sin tener calor ni frío, dormir con ese aniquilamiento de los días de gran fatiga, dormir sin soñar!...

—¿Por qué sin soñar?—preguntó el vecino.

El otro respondió:

Porque los sueños no siempre son agradables y si extraños siempre, inverosímiles y disparatados, y, al dormir, ni siquiera podemos saborear a nuestro antojo los mejores. Sería necesario soñar despierto.

—¿Quién le impide a usted que lo haga?—interrogó el escritor.

El médico tiró el cigarro.

—Querido, para soñar despierto se necesita un gran poder y un grande esfuerzo de voluntad, y de todo esto resulta una enorme fatiga. Ahora bien: el verdadero sueño, ese paseo de nuestro pensamiento a través de encantadoras visiones es, seguramente, lo que en el mundo hay de más delicioso; pero es menester que venga de un modo natural, que no sea trabajosamente provocado y que lo acompañe un bienestar absoluto del cuerpo. Ese sueño yo puedo ofrecérselo a ustedes, a condición de que me prometan no abusar de él.

El escritor se encogió de hombros.

—¡Ah!, sí, ya sé; el haschich, el ópio, la confitura verde, los paraísos artificiales. He leído a Baudelaire, y hasta he saboreado la famosa droga, que me puso muy enfermo.

El doctor se había sentado.

—No—dijo—; es el éter, nada más que el éter, y añado que ustedes los literatos debieran usarlo en ocasiones.

Los tres hombres ricos se aproximaron. Y preguntó uno de ellos:

—Explíquenos usted los efectos del éter.

El médico agregó:

—Dejaremos a un lado las palabras ampulosas, ¿no es verdad? No he de tratar ahora de moral ni de medicina, sino de placeres. A diario se entregan ustedes a excesos que devoran su vida. Quiero indicarles una sensación nueva, asequible tan sólo para hombres inteligentes, hasta puede decirse inteligentísimos, y peligrosa como todo lo que sobreexcita nuestros órganos, pero exquisita. Añadiré que necesitarán ustedes cierta preparación, es decir, cierta costumbre, para experimentar en toda su plenitud los singulares efectos del éter.

Son distintos de los efectos del  haschich, de los efectos del opio y de la morfina, y cesan en cuanto se interrumpe la absorción del  medicamento, mientras que los demás productos de sueños continúan su acción durante horas. Voy a tratar de analizar con la mayor claridad posible lo que se siente. Pero la cosa no es fácil; tan delicadas son estas sensaciones, que casi, casi no pueden describirse.

Una violenta neuralgia que padezco me impulsó a recurrir al éter, del cual abusé luego, tal vez demasiado.

Tenía en la cabeza y en el cuello vivos dolores y un insoportable calor en la piel, una febril inquietud. Tomé entonces un frasco de éter y, tumbándome, me puse a aspirar lentamente. Al cabo de unos minutos creí oir un murmullo vago, que se convirtió muy pronto en una especie de zumbido, y me pareció que todo el interior de mi cuerpo se tornaba ligero, ligero como el aire, que se vaporizaba. Luego me acometió una especie de pesadez de alma, de bienestar soñoliento, a pesar de los dolores, que persistían, pero cesando, no obstante, de ser penosos. Era aquél uno de esos sufrimientos que se consiente en soportar, y no los desgarramientos espantosos contra los cuales protesta todo nuestro cuerpo torturado. Pronto la extraña y encantadora sensación de vacío que tenía en el pecho se extendió, alcanzó los miembros, que también se tornaron ligeros poco a poco, tan ligeros como si la carne y los huesos se hubieran derretido y hubiese quedado sólo la piel, la piel necesaria para dejarme percibir, la dulzura de vivir, de encontrarme tumbado en aquel bienestar. Me di cuenta entonces de que ya no sufría. El dolor se había ido, derretido también; se había evaporado. Y oí voces, cuatro voces, dos diálogos, sin comprender palabras. Tan pronto no eran más que sonidos indistintos, como me llegaba a mí un trozo de frase. Pero reconocí que eran sencillamente los zumbidos acentuados de mis oídos. No dormía, velaba; comprendía, sentía, razonaba con una claridad, una profundidad y un poder extraordinarios, y una alegría del espíritu, una embriaguez extraña se desprendía de aquel decuplamiento de mis facultades mentales. 

No era aquél un sueño como el que acomete con el haschich; no eran las visiones ligeramente enfermizas del opio; era una prodigiosa agudeza de raciocinio, un nuevo modo de ver, de juzgar, de apreciar las cosas de la vida, y  con la certeza y la conciencia de que este modo de ver era el justo. 

Y la vieja imagen de la Escritura surgió súbitamente en mi pensamiento. Me parecía que había probado el fruto del árbol de la ciencia, que todos los misterios se desvanecían; de tal manera me encontraba bajo el Imperio de una lógica nueva, extraña, irrefutable. Y argumentaciones, razonamientos y pruebas me asaltaban en tropel, siendo al instante destruidas por una prueba, un razonamiento o una argumentación más fuerte. Mi cabeza se había convertido en el campo de lucha de las ideas. Era yo un ser superior, armado de una inteligencia invencible, y saboreaba un delicioso goce comprobando mi poder...

Esto duró mucho tiempo, mucho tiempo. Continuaba aspirando mi frasco de éter. De pronto observé que estaba vació. Y sentía  una espantosa pena.

***

Los cuatro hombres suplicaron a un tiempo:

—¡Doctor, en seguida la receta para un litro de éter!

Pero el médico se puso el sombrero y respondió:

—¡Oh!  Eso, no; háganse ustedes envenenar por otros.

Y se marchó.

Señoras y caballeros, si gustan ustedes...

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