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Mariano José de Larra en AlbaLearning

Mariano José de Larra

"La sociedad"

Biografía de Mariano José de Larra en Wikipedia

 
 
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La sociedad
OBRAS DEL AUTOR

Ensayo

El casarse pronto y mal
El castellano viejo
El día de los difuntos de 1836
El hombre pone y dios dispone
En este país
La sociedad
Las palabras
Lo que no se puede decir no se debe decir
Vuelva usted mañana

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Es cosa generalmente reconocida que el hombre es animal social, y yo, que no concibo que las cosas puedan ser sino del modo que son, yo, que no creo que pueda suceder sino lo que sucede, no trato por consiguiente de negarlo. Puesto que vive en sociedad, social es sin duda. No pienso adherirme a la opinión de los escritores malhumorados que han querido probar que el hombre habla por una aberración, que su verdadera posición es la de los cuatro pies, y que comete un grave error en buscar y fabricarse todo género de comodidades, cuando pudiera pasar pendiente de las bellotas de una encina el mes, por ejemplo, en que vivimos. Hanse apoyado para fundar semejante opinión en que la sociedad le roba parte de su libertad, si no toda; pero tanto valdría decir que el frío no es cosa natural, porque incomoda. Lo más que concederemos a los abogados de la vida salvaje es que la sociedad es de todas las necesidades de la vida la peor: eso sí. Ésta es una desgracia, pero en el mundo feliz que habitamos casi todas las desgracias son verdad; razón por la cual nos admiramos siempre que vemos tantas investigaciones para buscar ésta. A nuestro modo de ver no hay nada más fácil que encontrarla: allí donde está el mal, allí está la verdad. Lo malo es lo cierto. Sólo los bienes son ilusión.

Ahora bien: convencidos de que todo lo malo es natural y verdad, no nos costará gran trabajo probar que la sociedad es natural, y que el hombre nació por consiguiente social; no pudiendo impugnar la sociedad, no nos queda otro recurso que pintarla.

De necesidad parece creer que al verse el hombre solo en el mundo, blanco inocente de la intemperie y de toda especie de carencias trate de unir sus esfuerzos a los de su semejante para luchar contra sus enemigos, de los cuales el peor es la naturaleza entera; es decir, el que no puede evitar, el que por todas partes le rodea; que busque a su hermano (que así se llaman los hombres unos a otros, por burla sin duda) para pedirle su auxilio; de aquí podría deducirse que la sociedad es un cambio mutuo de servicios recíprocos. Grave error: es todo lo contrario; nadie concurre a la reunión para prestarle servicios, sino para recibirlos de ella; es un fondo común donde acuden todos a sacar, y donde nadie deja, sino cuando sólo puede tomar en virtud de permuta. La sociedad es, pues, un cambio mutuo de perjuicios recíprocos. Y el gran lazo que la sostiene es, por una incomprensible contradicción, aquello mismo que parecería destinado a disolverla; es decir, el egoísmo. Descubierto ya el estrecho vínculo que nos reúne unos a otros en sociedad, excusado es probar dos verdades eternas, y por cierto consoladoras, que de él se deducen: primera, que la sociedad, tal cual es, es imperecedera, puesto que siempre nos necesitaremos unos a otros; segunda, que es franca, sincera y movida por sentimientos generosos, y en esto no cabe duda, puesto que siempre nos hemos de querer a nosotros mismos más que a los otros.

Averiguar ahora si la cosa pudiera haberse arreglado de otro modo, si el gran poder de la creación estaba en que no nos necesitásemos, y si quien ponía por base de todo el egoísmo, podía haberle sustituido el desprendimiento, ni es cuestión para nosotros, ni de estos tiempos, ni de estos países.

Felizmente no se llega al conocimiento de estas tristes verdades sino a cierto tiempo; en un principio todos somos generosos aún, francos, amantes, amigos... en una palabra, no somos hombres todavía; pero a cierta edad nos acabamos de formar, y entonces ya es otra cosa: entonces vemos por la primera vez, y amamos por la última. Entonces no hay nada menos divertido que una diversión; y si pasada cierta edad se ven hombres buenos todavía, esto está sin duda dispuesto así para que ni la ventaja cortísima nos quede de tener una regla fija a que atenernos, y con el fin de que puedan llevarse chasco hasta los más experimentados.

Pero como no basta estar convencidos de las cosas para convencer de ellas a los demás, inútilmente hacía yo las anteriores reflexiones a un primo mío que quería entrar en el mundo hace tiempo, joven, vivaracho, inexperto, y por consiguiente alegre. Criado en el colegio, y versado en los autores clásicos, traía al mundo llena la cabeza de las virtudes que en los poemas y comedias se encuentran. Buscaba un Pílades; toda amante le parecía una Safo, y estaba seguro de encontrar una Lucrecia el día que la necesitase. Desengañarle era una crueldad. ¿Por qué no había de ser feliz mi primo unos días como lo hemos sido todos? Pero además hubiera sido imposible. Limiteme, pues, a tomar sobre mí el cuidado de introducirle en el mundo, dejando a los demás el de desengañarle de él.

Después de haber presidido al cúmulo de pequeñeces indispensables, al lado de las cuales nada es un corazón recto, una alma noble, ni aún una buena figura, es decir, después de haberse proporcionado unos cuantos fraques y cadenas, pantalones colán y mi-colán, reloj, sortija y media docena de onzas siempre en el bolsillo, primeras virtudes en sociedad, introdújelo por fin en las casas de mejor tono. Un poco de presunción, un personal excelente, suficiente atolondramiento para no quedarse nunca sin conversación, un modo de bailar semejante al de una persona que anda sin gana, un bonito frac, seis apuestas de a onza en el écarté, y todo el desprecio posible de las mujeres, hablando con los hombres, le granjearon el afecto y la amistad verdadera de todo el mundo. Es inútil decir que quedó contento de su introducción. «Es encantadora, me dijo, la sociedad. ¡Qué alegría! ¡Qué generosidad! ¡Ya tengo amigos, ya tengo amante!» A los quince días conocía a todo Madrid; a los veinte no hacía caso ya de su antiguo consejero: alguna vez llegó a mis oídos que afeaba mi filosofía y mis descabelladas ideas, como las llamaba. «Preciso es que sea muy malo mi primo, decía, para pensar tan mal de los demás»; a lo cual solía yo responder para mí: «Preciso es que sean muy malos los demás, para haberme obligado a pensar tan mal de ellos».

Cuatro años habían pasado desde la introducción de mi primo en la sociedad; habíale perdido ya de vista, porque yo hago con el mundo lo que se hace con las pieles en verano; voy de cuando en cuando, para que no entre el olvido en mis relaciones, como se sacan aquéllas tal cual vez al aire para que no se albergue en sus pelos la polilla. Había, sí, sabido mil aventuras suyas de estas que, por una contradicción inexplicable, honran mientras sólo las sabe todo el mundo en confianza, y que desacreditan cuando las llega a saber alguien de oficio; pero nada más. Ocurriome en esto noches pasadas ir a matar a una casa la polilla de mi relación, y a pocos pasos encontreme con mi primo. Pareciome no tener todo el buen humor que en otros tiempos le había visto; no sé si me buscó él a mí, si le busqué yo a él; sólo sé que a pocos minutos paseábamos el salón de bracero y alimentando el siguiente diálogo:

–¿Tú en el mundo? –me dijo.

–Sí, de cuando en cuando vengo; cuando veo que se amortigua mi odio, cuando me siento inclinado a pensar bien, cuando empiezo a echarle menos, me presento una vez, y me curo para otra temporada. Pero ¿tú no bailas?

–Es ridículo: ¿quién va a bailar en un baile?

–Sí por cierto... ¡Si fuera en otra parte! Pero observo desde que falto a esta casa multitud de caras nuevas... que no conozco...

–Es decir, que faltas a todas las casas de Madrid..., porque las caras son las mismas; las casas son las diferentes; y por cierto que no vale la pena variar de casa para no variar de gente.

–Así es –respondí–, que falto a todas. Quisiera por lo tanto que me instruyeses... ¿Quién es, por ejemplo, esa joven?..., linda por cierto... Baila muy bien... parece muy amable...

–Es la baroncita viuda de ***. Es una señora que, a fuerza de ser hermosa y amable, a fuerza de gusto en el vestir, ha llegado a ser aborrecida de todas las demás mujeres. Como su trato es harto fácil, y no abriga más malicia que la que cabe en veintidós años, todos los jóvenes que la ven se creen con derecho a ser correspondidos; y como al llegar a ella se estrellan desgraciadamente los más de sus cálculos en su virtud (porque aunque la ves tan loca al parecer, en el fondo es virtuosa), los unos han dado en llamar coquetería su amabilidad, los otros, por venganza, le dan otro nombre peor. Unos y otros hablan infamias de ella; debe por consiguiente a su mérito y a su virtud el haber perdido la reputación. ¿Qué quieres? ¡Esa es la sociedad!

–¿Y aquella de aquel aspecto grave, que se remilga tanto cuando un hombre se le acerca? Parece que teme que la vean los pies según se baja el vestido a cada momento.

–Ésa ha entendido mejor el mundo. Ésa responde con bufidos a todo galán. Una casualidad rarísima me ha hecho descubrir dos relaciones que ha tenido en menos de un año; nadie las sabe sino yo; es casada, pero como brilla poco su lujo, como no es hermosura de primer orden, como no se pone en evidencia, nadie habla mal de ella. Pasa por la mujer más virtuosa de Madrid. Entre las dos se pudiera hacer una maldad completa: la primera tiene las apariencias y ésta la realidad. ¿Qué quieres? ¡En la sociedad siempre triunfa la hipocresía! Mira, apartémonos; quiero evitar el encuentro de ese que se dirige hacia nosotros; me encuentra en la calle y nunca me saluda; pero en sociedad es otra cosa; como es tan desairado estar de pie, sin hablar con nadie, aquí me habla siempre. Soy su amigo para estos recursos, para los momentos de fastidio; también en el Prado se me suele agregar cuando no ha encontrado ningún amigo más íntimo. Ésa es la sociedad.

–Pero observo que huyendo de él nos hemos venido al écarté ¿Quién es aquel que juega a la derecha?

–¿Quién ha de ser? Un amigo mío íntimo, cuando yo jugaba. Ya se ve, ¡perdía con tan buena fe! Desde que no juego no me hace caso. ¡Ay!, éste viene a hablarnos.

Efectivamente, llegósenos un joven con aire marcial y muy amistoso.

–¿Cómo le tratan a usted?... –le preguntó mi primo.

–Pícaramente; diez onzas he perdido. ¿Y a usted?

–Peor todavía; adiós.

Ni siquiera nos contestó el perdidoso.

–Hombre, si no has jugado –le dije a mi primo–, ¿cómo dices...?

–Amigo, ¿qué quieres? Conocí que me venía a preguntar si tenía suelto. En su vida ha tenido diez onzas; la sociedad es para él una especulación: lo que no gana lo pide...

–Pero ¿y qué inconveniente había en prestarle? Tú que eres tan generoso...

–Sí, hace cuatro años; ahora no presto ya hasta que no me paguen lo que me deben; es decir, que ya no prestaré nunca. Ésa es la sociedad. Y sobre todo, ese que nos ha hablado...

–¡Ah!, es cierto; recuerdo que era antes tu amigo íntimo: no os separabais.

–Es verdad, y yo le quería; me lo encontré a mi entrada en el mundo; teníamos nuestros amores en una misma casa, y yo tuve la torpeza de creer simpatía lo que era comunidad de intereses. Le hice todo el bien que pude, ¡inexperto de mí! Pero de allí a poco puso los ojos en mi bella, me perdió en su opinión y nos hizo reñir; él no logró nada, pero desbarató mi felicidad. Por mejor decir, me hizo feliz; me abrió los ojos.

–¿Es posible?

–Ésa es la sociedad: era mi amigo íntimo. Desde entonces no tengo más que amigos; íntimos, estos pesos duros que traigo en el bolsillo: son los únicos que no venden; al revés, compran.

–¿Y tampoco has tenido más amores?

–¡Oh!, eso sí; de eso he tardado más en desengañarme. Quise a una que me quería sin duda por vanidad, porque a poco de quererla me sucedió un fracaso que me puso en ridículo, y me dijo que no podía arrostrar el ridículo; luego quise frenéticamente a una casada; esa sí, creí que me quería sólo por mí; pero hubo hablillas, que promovió precisamente aquella fea que ves allí, que como no puede tener amores, se complace en desbaratar los ajenos; hubieron de llegar a oídos del marido, que empezó a darla mala vida; entonces mi apasionada me dijo que empezaba el peligro y que debía concluirse el amor; su tranquilidad era lo primero. Es decir, que amaba más a su comodidad que a mí. Ésa es la sociedad.

–¿Y no has pensado nunca en casarte?

–Muchas veces; pero a fuerza de conocer maridos, también me he desengañado.

–Observo que no llegas a hablar a las mujeres.

–¿Hablar a las mujeres en Madrid? Como en general no se sabe hablar de nada, sino de intrigas amorosas, como no se habla de artes, de ciencias, de cosas útiles, como ni de política se entiende, no se puede uno dirigir ni sonreír tres veces a una mujer; no se puede ir dos veces a su casa sin que digan: «Fulano hace el amor a Mengana». Esta expresión pasa a sospecha, y dicen con una frase por cierto bien poco delicada: «¿Si estará metido con Fulana?». Al día siguiente esta sospecha es ya una realidad, un compromiso. Luego hay mujeres, que porque han tenido una desgracia o una flaqueza, que se ha hecho pública por este hermoso sistema de sociedad, están siempre acechando la ocasión de encontrar cómplices o imitadoras que las disculpen, las cuales ahogan la vergüenza en la murmuración. Si hablas a una bonita, la pierdes; si das conversación a una fea, quieres atrapar su dinero. Si gastas chanzas con la parienta de un ministro, quieres un empleo. En una palabra, en esta sociedad de ociosos y habladores nunca se concibe la idea de que puedas hacer nada inocente, ni con buen fin, ni aun sin fin.

Al llegar aquí no pude menos de recordar a mi primo sus expresiones de hacía cuatro años: «Es encantadora la sociedad. ¡Qué alegría! ¡Qué generosidad! ¡Ya tengo amigos, ya tengo amante!».

Un apretón de manos me convenció de que me había entendido.

–¿Qué quieres? –me añadió de allí a un rato–; nadie quiere creer sino en la experiencia; todos entramos buenos en el mundo, y todo andaría bien si nos buscáramos los de una edad; pero nuestro amor propio nos pierde; a los veinte años queremos encontrar amigos y amantes en las personas de treinta, es decir, en las que han llevado el chasco antes que nosotros, y en los que ya no creen; como es natural le llevamos entonces nosotros, y se le pegamos luego a los que vienen detrás. Ésa es la sociedad; una reunión de víctimas y de verdugos. ¡Dichoso aquel que no es verdugo y víctima a un tiempo! ¡Pícaros, necios, inocentes! ¡Más dichoso aún, si hay excepciones, el que puede ser excepción!

Revista Española, n.º 16 de enero de 1835.
Firmado: Fígaro.

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