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Enrique Gómez Carrillo

"La tristeza de Paolo"

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La tristeza de Paolo
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La tristeza de Paolo

ESCRITORES DE GUATEMALA

Augusto Monterroso
Enrique Gómez Carrillo
Luis Cardoza y Aragón
 

 

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Cansado y triste, Paolo salió del salón en que se bailaba, y fue a buscar un refugio perfumado bajo las inmensas palmeras del parque, en un rinconcillo a donde las notas de la orquesta no llegaban sino suavizadas y purificadas por el ambiente tibio de la noche. «Aquí—pensó al sentarse en un rústico escaño,—mis infatigables primitas no lograrán encontrarme».

* * *

Paolo tenía 18 años. Era rubio como un paje del renacimiento veneciano; grave como un habitante de la Tebaida legendaria; melancólico como una castellana de cuento medieval. Sus ojos de claro terciopelo, rasgados y como adormecidos, atraían sin dominar. Sus mejillas pálidas, tersas, casi cristalinas, parecían iluminadas interiormente por una luz color de rosa.

Era joven y era bello, en fin; y además era noble y rico.

Pero no era dichoso.

Dominado por fantástico ensueño, había llegado a perder la noción de la vida real y sufría de la vulgaridad monótona de los goces posibles, con tanta amargura como otros padecen de sus dolores materiales.

* * *

Se llamaba Paolo del Monte.

Sus primas le decían «el salvaje», a causa de su carácter retraído, y para animarle le obligaban a acompañarlas a las fiestas de los palacios amigos.

—Te llevamos con objeto de civilizarte—murmuraban sonriendo.

En realidad le llevaban para bailar con él, para estrecharle entre sus brazos sensuales, para aturdirle con el perfume de sus senos descotados y aun para acariciarle furtivamente con los labios en el torbellino propicio de la danza.

La mayor, sobre todo, parecía tener un interés especialísimo en hacer vibrar la carne de estatua de su primo. Al bailar lo estrujaba con frenesí, y muy a menudo trataba de inmovilizarle en un abrazo, junto a un muro discreto, en la penumbra de los pasillos, empañándole el rostro con el aliento de fuego de su boca entreabierta y palpitante...

—«Me parece que estás enamorada de mí»—solía él decirle irónicamente en tales instantes.

Y ella, cuyos ojos se cercaban de súbito con profundas ojeras azules, no conseguía responder sino por medio de excusas incoherentes y balbuceantes, hechas de sonidos más que de palabras, entrecortadas de rápidos suspiros, de incomprensibles diminutivos, de jadeantes quejidos...

* * *

Esa noche su prima no había logrado llevarle a un sitio oculto.

* * *

—«Aquí no me encontrará» — murmuraba Paolo acariciando maquinalmente los pétalos lacios y fríos de un iris gigantesco.—«Aquí no me encontrará».

Su mirada se perdía en el infinito del horizonte, buscando la torre que un ligero y lejano repique de campanas le hacía presentir más allá de los confines del parque, en el fondo de la gran ciudad dormida.

El cielo, de un matiz casi verde—mezcla de intenso claro de luna y de azul glauco;—el cielo bajo y pesado de esa noche de estío, semejaba una llanura auroral poblada de nubes de formas voluptuosas, redondas y blancas como ninfas desnudas. Todo, bajo las palmeras, respiraba una ardiente molicie. La estrella que da consejos eróticos, lucía aún, en el firmamento, solitaria y augusta.

Paolo pensaba en otro cielo menos bello y más querido, visto algunos años antes desde el jardín de un colegio, en el instante en que la campana del dormitorio le hacía volver los ojos hacia arriba para contemplar, por última vez en el día, algo que fuese libre, que fuese lejano, que fuese hermoso, como las nubes y los luceros.

«¡El colegio!... ¡La alcoba común!... ¡El horror de los lechos vecinos!»

Paolo recordaba, con tristeza, sus noches ya lejanas de insomnios solitarios. De pronto, como impulsado por un resorte, retiró la mano que acariciaba la flor y comenzó a limpiársela nerviosamente con el pañuelo. Le pareció que la carne de la flor se había trocado en carne humana, marchita, helada, casi muerta... Y una repugnancia infinita por la materia blanda de los cuerpos envejecidos, le inspiró ideas de castidad.

* * *

—«¡Primo!»

Un paso ligero hollaba la arena fina de los senderos; y entre las hojas de las palmas una sombra blanca se deslizaba, inclinándose ante cada banco, escudriñando los boscajes, ondulando ligeramente con felinas ondulaciones...

— «¡Primito!» La sombra se detuvo, al fin, al pie de una acacia florida, bajo un arco de linternas japonesas. Inmóvil en su sitio, Paolo la examinó con curiosidad.

A la luz de los farolillos encarnados, el pecho desnudo se teñía de suave carmín que acentuaba las curvas admirables de los senos. La cabellera negra resplandecía como un casco de oro rojizo. Los grandes ojos obscuros, brillaban, en la blancura del rostro, cual dos chispas inmóviles. La línea del cuerpo era perfecta.

«Parece una tentación »—se dijo mentalmente Paolo.—Luego la llamó:

—«¡Primita!»

La llamó sin saber por qué; sin darse cuenta de que la llamaba, sin pensarlo, quererlo, ni sentirlo.

La llamó a pesar de su deseo de no verla, de no dejarse acariciar por ella, de huir de todo lo que pudiera manchar el cristal de su alma...

La llamó y no comprendió que había hecho mal en llamarla sino cuando ella estaba ya a su lado. —«¡Primita!»...

* * *

Sentado en el mismo escaño hospitalario, bajo las palmeras encubridoras, en el fondo silencioso del parque, los dos primos se contemplaban sonriendo.

Él sonreía con bondad casi irónica, entre resignado y contento — esperando. — Ella, con labios crispados y palpitantes, sonreía...

— ¿Sabes en lo que pensaba?—preguntó al fin Paolo.

—Si no era en mí, prefiero no saberlo.

—Era en mí mismo...

Apenas había terminado su frase impertinente, cuando ya su prima le tenía la cabeza cogida entre los brazos y le mordía los labios con soberbia rabia amorosa, en un beso que era al mismo tiempo una herida.

...Las hojas dispersas cantaron su canción epitalámica, crujiendo rítmicamente, con alegrías paganas y con malicias juveniles, como dos mil años antes en la Arcadia de los oaristis, cuando las ninfas y los sátiros hacían de los bosques sagrados un vasto lecho de amores…

Una hora después, sentados ambos en un sofá del salón, permanecían graves y silenciosos, sin atreverse a hablar, sin querer sonreírse.

...Y mientras en el alma de ella todo era luz, alegría, triunfo, apoteosis, en el alma de él todo era gris y bruma.


E. GÓMEZ CARRILLO

La Vida literaria (Madrid). 4/5/1899, n.º 17

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