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Adelia Di Carlo

"La ambición"

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La ambición
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Tanto había oído hablar la pequeña Iridea de la varita mágica, de las hadas bienhechoras y de princesas encantadas, que comenzó a soñar con todas esas cosas y a pensar en tesoros ocultos que quizá albergaran los inmensos graneros de la granja de sus padres.

Y si no, ¿de dónde había sacado eu madre aquella joya de inestimable valor que luciera en un solemne tedeum celebrado en memoria de todos los héroes muertos?
Debía hallarse indudablemente en algún obscuro rincón del subterráneo donde encerrada en preciado cofre había permanecido olvidada ¡quién sabe cuantos siglos! ¡Oh, qué almas sublimes son las hadas que cuidan de las joyas de los antepasados! ¡Qué buenas eran cuando con misteriosos sortilegios llevaban de la mano al príncipe azul que inesperadamente se hallaba frente a la princesita cuyo corazón debía llevarse para siempre!...

Y aconteció que la niña casi salvaje, que corría descalza por los caminos desiertos en los ardientes días de estío, soltando su cabellera de oro para que el viento juguetease con ella, se convirtió en una elegante señorita que deseó poseer no sólo lindos y lujosos vestidos, sino también una habitación con hermosas cortinas y cobertores de seda, una cama de bronce como no la había en toda la comarca, un tocador y un armario con valiosas incrustaciones, taburetes, alfombras y cortinajes que provocaron la envidia de todas las amiguitas del lugar.

¡Cuán grato era a la niña contemplar aquella habitación donde era la reina y donde su cariñosa madre, para satisfacer sus anhelos de lujo, había adornado con objetos de valor!

Pronto se figuró Iridea hallarse en el palacio de las hadas, donde todo era oro, seda y terciopelo, y donde manos invisibles satisfacían los menores deseos. Cuando se hacía el silencio en su habitación, el corazoncito comenzaba a latirle con violencia, aguardando de un momento a otro que apareciera el hada que debía conducirla en una nube, semejante a un plumón de seda, hasta el sitio encantador, lejos, muy lejos, donde hallaría al joven y rubio príncipe, hijo de uno de los reyes más poderosos de la tierra, que debía ser su esposo. Ella se veía con una corona de brillantes sobre su cabecita, penetrando en un palacio cuyas fachadas eran suntuosas y cuyo interior era todo azul. Y tan fuerte era su ilusión que los angelitos de amor que decoraban el cielorraso de su coqueta alcoba de señorita mimada, adquirían vida y, descendiendo lentamente, derramaban sobre ella una lluvia de flores.

Iridea, recostada sobre mullido diván, cerraba los ojos para retener allá en el fondo de su almita de ambiciosa todas aquellas rosadas visiones de ventura.

Hay que repetir que tanto pensó y tanto soñó la nina con esas grandezas, que llegó a enfermar de cuidado y se temió por su razón y por su vida. Se pasaba todo el día sin salir de su habitación, mirándose en los espejos, haciendo reverencias a su propia imagen, llevándose de continuo la mano a la cabeza como si le pesase su corona de princesa, impartiendo órdenes a gentes invisibles o permaneciendo en algunas ocasiones inmóvil, como clavada en un sitio, en actitud extática y una expresión de dulzura infinita se reflejaba en sus ojos azules, una expresión que hablaba de felicidad realizada.

Cundió por todo el pueblo la noticia de la enfermedad de Iridea y la causa que la provocaba. Claro está que se hicieron toda suerte de conjeturas, y las envidiosas aprovecharon la oportunidad para declarar que el espíritu de Satanás se había posesionado de la pobre niña.

Tanto se dijo y tanto se habló, que el cura tomó cartas en el asunto, y una tarde en que Iridea tendida sobre su diván vio abrirse la puerta por donde aguardaba al hada, entró el mensajero de Dios a libertar a aquella alma enferma del enorme peso que la agobiaba. Fue un día y otro día, hasta que consiguió despertar la conciencia y volver a la razón y a las realidades de la vida a la hermosa Iridea. Y aun cuando estuvo curada no la abandonó por largo tiempo. En su postrer visita, aquel pastor de almas díjole a Iridea:

— Hija mía: Es noble, legítima la ambición que nos impulsa llegar a la cumbre entrevista en nuestros sueños, pero es necesario que, cuando cada cual ausculte a sí mismo, se abstraiga en la contemplación íntima, formulando la interrogación a su valer, no olvide que tiene que vivir él mismo en la obra que realice sólo por el amor.

Las visiones de toda vida humana deben ser de ternuras, de altruismo, de afectos y de amores... Y si así no fuera, sucederá que la zarza de la ambición concluirá por ser espesa y al crecer en torno al palacio de los sueños "no dejará un espacio libre por donde el palacio se pueda ver".

Adelia Di Cario.
Caras y caretas (Buenos Aires). 11-12-1920, n.º 1.158

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