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Rufino Blanco Fombona en AlbaLearning

Rufino Blanco Fombona

"Idilio roto"

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Idilio roto
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¿Cómo, desde cuándo se juntaron? ¿Qué pacto existía entre aquellos merodeadores?

Lo cierto es que la banda era ladrona, audaz y numerosa como ninguna: ella atravesaba los bosques, burlándose de los tigres; los ríos, burlándose de los caimanes, y hasta se aproximaba a los caseríos, burlándose de los hombres. Pero en el fondo, el animal que más temían los salteadores monos era el hombre.

Ninguna alimaña les había hecho tanto mal. Un día uno de los capataces de la banda, rezagado en un claro del bosque, escuchó un ruido como de quien marcha con cautela. Los pasos percibíanse distintamente sobre las hojas secas. El mono se puso a morir de miedo... Se aproximaba un canaguaro, magnífico de belleza y de horror, el ojo fosforecente, desmesuradas las fauces, la cola felpuda y luenga, mosqueada la piel de oro. Parecía tener hambre. A la vista del carnicero, el mono, serenándose, lanzó una carcajada que resonó en la inmensa catedral de árboles, bajo la bóveda de esmeralda:

— ¡Ah, pensaba que era un hombre! — se dijo, — y echó a correr pirueteando.

La banda, organizada militarmente, contaba por su jefe a un viejo mono, heroico y sabio, gran conocedor de los escondrijos de la selva, a un viejo mono taimado, filósofo epicúreo, que saboreaba lo bueno de la vida.

— La vida no es tan mala como algunos se imaginan, predicaba el viejo mono. Y repetía, ignoro si con ingenuidad, que los monos, aun los más ironistas, aun los peores, son unos pobres diablos.

Cuanto a los otros animales, él los tenía por seres inferiores. Sin embargo, en el fondo de su corazón, a fuer de filósofo exento de prejuicios, estimaba en mucho al hombre, considerándolo mono en evolución.

— ¡El hombre! ¡El hombre es animal terrible y sanguinario como ninguno, argüían los monos retrógrados. — A él se le ocurren cosas que a ningún otro animal se le ocurren...

Pero el viejo cortaba la discusión.

— Es terrible, es peligroso, porque es un casi mono. Cuando termine su evolución; cuando ya no necesite de casas para vivir, porque su piel se haya fortificado en la intemperie; cuando su estómago digiera la fruta verde, la carne cruda, el pez manido; cuando su coxis se transforme en ágil cola y sus brazos se desarrollen, el hombre se hará mejor; la astucia, la inteligencia, armas de animal débil, de animal inferior, se transformarán en fuerza y en audacia. Yo no desespero del porvenir de la humanidad...

El viejo mono sabio, oráculo e idolatría de la banda, aconsejaba paternalmente a su pueblo; aconsejaba, sobre todo por aquellos días, a otro viejo mono, antiguo compañero suyo, algo chiflado, algo poeta, enamorado con locura de su esposa, una mónita joven. De poco tiempo atrás, el mono sentimental se volvió taciturno. Estaba celoso de un monillo de la banda, pizpireto y calavera. La monita, en verdad adorable, no era insensible a las gracias del jovenzuelo.

¡Qué monerías las de aquella mónita! Desde la copa de un saman o de un cedro, colgándose de la cola, cabriolaba con una agilidad pasmosa, y en cierta ocasión, descolgándose, cayó sobre el galante don Juan que, desde el suelo, celebraba aquellas travesuras de ardilla, muriéndose de risa. Ella se disculpó haciendo creer que se había desprendido involuntariamente; pero su viejo esposo, ardido de celos, la riñó con dureza. Fue una escena terrible. Ella vertió algunas lágrimas, y al día siguiente empezó de nuevo el flirt.

¡Cuántas veces, a media noche, en el lecho de nupcias, al amparo de un soto, el viejo mono enamorado, vertía sus penas en llanto, y abría su corazón a la monita!

— Oye, mi vida, no puedo dormir. Escúchame un instante. Dime que me amas un poquito, un poquito solamente; dímelo y dormiré y seré feliz.

— No me fastidies; no seas necio, rugía la mónita, bostezando.

— Pero oye, mi vida, no te pido que me quieras: te ruego que me lo hagas creer; es todo.

—Sí, te quiero.

— ¿De veras? ¿Me quieres como antes; a mí, a mí no más?

— Sí, a ti no más.

Entonces el viejo mono sentimental, poniéndose furioso, le caía a golpes.

— Falsa, perjura, canalla; toma, toma, te voy a hacer añicos.

La mónita gritaba como si la desollasen viva, hasta que variando de táctica, en tono humilde y desesperado, empezaba a lamentarse.

— ¡Qué desgracia. Dios mío; qué desgracia tan grande! Haber amado a un mono, haberse dado a él, haberle consagrado toda la juventud, y oírse llamar canalla, por única lisonja, y por toda caricia recibir golpes. Prefiero la muerte, sí, mil veces prefiero la muerte.

Entonces el viejo mono rompía a llorar.

— Pero oye, mi vida, ¿tú no comprendes que si te pego es porque te adoro? Soy un insensato, un miserable, un criminal. ¡Despréciame, ódiame! No te merezco.

Y empezaba a lamerle la boca, las manos, las patas, todo el cuerpo.

Un día, la mañana siguiente a cierta noche de tempestad en el corazón del viejo mono celoso, la tropa se puso en marcha. Tratábase de robar un frondoso conuco, un maizal opulento, tendido al pie de la sierra, sobre una ladera, al arrullo de un río. No lejos, en la llanura que se despereza a la margen opuesta del río, un rancho, el rancho del conuquero duerme a la sombra de un mango, copudo y rumoroso, regalo del viento y palacio de los pájaros.

Desde lo más agrio de la montaña la tropa empezó a descender, empapándose en rocío, chirriando a la aurora que empezaba a llover su lluvia de oro sobre los árboles. Los árboles, de un verde nuevecito, se abrían como parasoles de esmeralda clavados en tierra por el puño.

La banda trashumante descendía alegremente, el viejo capataz a la cabeza. El otro viejo de la tribu, el taciturno, el enamorado, cerraba la marcha. En el centro iban las monas, hijas, esposas y madres de los monos.

Las hembras representan un papel importante en aquellas expediciones. Mientras los machos pillan conucos y plantíos, ellas, encaramadas en los más altos árboles, sirven de centinelas. Los salteadores se previenen así de una sorpresa.

La horda seguía el descenso de la montaña.

Con el día se levantaba el canto de los pájaros.

En la fronda trinaban cardenales de copete de púrpura, paraulatas carmelitas, canarios rubios como el champaña, o castaños como el jerez, y los dulces y hermosos arrendajos, el pico de ámbar y los ojos como turquesas.

Un torrente que se desprendía de la cima cantando, les interrumpió el paso. El torrente, despeñándose en el abismo como un suicida, rompía en espumas, y las espumas, trocadas en polvo, ascendían aureolando al torrente de una bruma de perla que el beso del sol, de trecho en trecho, salpicaba de ópalos.

El paso del torrente era un peligro; pero había que pasarlo. Un joven mono audaz, el don Juan que daba dolores de cabeza al mono sentimental, quiso pasar el primero. Subió a un apamate eminente, que deshojaba sus flores sobre el lecho de la cascada; aproximóse al extremo de una rama tendida sobre el abismo y sosteniéndose del rabo, desprendió el cuerpo, que empezó a oscilar como un péndulo.

La mónita coqueta lo devoraba con los ojos.

A cada oscilación, el cuerpo de don Juan describía una curva mayor. A un momento dado, el tono se desprendió y fue a caer allá, muy lejos, en el otro lado del torrente. Así pasaron todos.

La banda siguió rumbo hacia el maizal, burlándose de un achacoso compañero, cuya poca destreza en la gimnasia, por un ápice no le cuesta la vida en el tránsito del torrente. A poco de allí, la banda se detuvo de nuevo, un espectáculo imponente solicitaba su atenón.

En un claro de bosque, un venado jovencito, los ojos fuera de las órbitas, tembloroso, en éxtasis que tenía del espanto, del magnetismo y la idiotez, miraba con extraña fijeza de alucinado un objeto al pie de un saman. Érase aquel objeto uno como rollo de cabestro, de un cabestro gordo y atigrado; el rollo, alto de un metro, terminaba en una cabeza chata y triangular, de ojillos hipnóticos. Era una serpiente boa. La boca abierta de la boa dardeaba una lengüeta de coral en horquilla y exhalaba un vaho somnolente y mortífero. El venadito miraba a la boa temblante y alunado; la boa miraba al venadito, espirándole sobre la cara el vaho hipnotizador. La boa se fue desenrollando poco a poco y aproximando al ciervo. Este no se movía. Ya junto a la res, el reptil deslizósele por entre las patas y torciendo la cabeza en espiral, se enroscó en el cuerpo del cuadrúpedo. Poco a poco fue contractándose, hasta que el pobre cervatillo, desquebrajados los huesos, lanzó un ¡ay!, uno solo, y rodó por tierra agonizante. Entonces la boa, desenroscándose, empezó a engullirse, todavía palpitante, al malaventurado. Después, al pie de un saman se tendía la boa, en el sueño de la digestión, conservando aún en la boca la cabeza punteada de nacientes cuernos y las cuatro pezuñas del cuadrúpedo.

La escena fue larga y emocionante. La monita coqueta, que sufría de los nervios, se desmayó, (a todo se acostumbran los monos menos a la muerte y al dolor).

La banda partió en silencio, apesadumbrada. Por fin llegó al maizal hacia el medio día. El sol, un sol de plomo, caía sobre las cabezas desde el cénit. Los monos divisaron el maizal, tendido en la ladera, el río, la llanura que se despereza a la margen derecha del río, y allá en lontananza, muy lejos, la casa del conuquero. Fatigados de la travesía, y para evitar la canícula, internáronse de nuevo en el bosque, resueltos a empezar la tarea después de un descanso.

Hacia las cuatro de la tarde, cumplida la siesta, cuando ya el sol enderezaba sus caballos a occidente, los monos se pusieron a la obra. El viejo capataz dirigía el asalto. Las hembras fueron colocadas, lo primero, como vigías o atalayas, sobre eminenles marías, en los cuatro puntos del horizonte. La retirada, para un caso fortuito, organizóse militar y prudentemente.

Y el escamoteo del maizal comenzó.

Algunos sólo se ocupaban en arrancar las mazorcas; y dos ringleras de monos, escalonados desde el centro del maizal hasta el comienzo del bosque, iban pasándose mazorcas y mazorcas con rapidez vertiginosa. En la entrada de la espesura otros monos apilaban el botín. Lanzadas de un mono a otro, y aparadas en el aire, las mazorcas culebreaban en el espacio, en dirección le la montaña. Se diría que el maizal volaba hacia el monte... Había transcurrido apenas una hora, y ya medio maizal mostraba casi todas sus espigas desnudas de panojas.

Uno de los monos, en lo más apurado de la faena, dio un grito de alborozo. Acababa de descubrir, por el suelo, al pie de las espigas, una mata de sandías. Los tallos de la mata rastrera, verdes y delgadísimas culebras, se enroscaban en las cañas del maíz, mientras las frutas de la planta, opulentas, monstruosas, escondían su deformidad bajo las hojas y hierbas silvestres.

El descubridor empezó a devorar la sandía, mitigando la sed y el calor del ajetreo con el corazón rosado, con la pulpa aguanosa y dulcísima de la fruta. Del capataz abajo, todo el ejército de salteadores cayó sobre las sandías y empezó a devorarlas con avidez.

El viejo mono sentimental acordóse de su amada, centinela en un árbol distante, y corrió a llevarle una sandía, la más opulenta y sabrosa.

Iba a toda carrera, el alma en los ojos. De pronto se detuvo. ¿Soñaba? ¿Era una visión lo que veía? La mona, su mónita, al pie de un árbol, se debatía, ebria de amor, entre los brazos del rival, del enemigo, del odioso don Juan.

No le dio ira; no se puso a llorar; no corrió a matar, sino que se quedó mudo, extático, idiotizado, frente a frente de su infortunio. Allí se quedó clavado, los ojos en la pareja adúltera, todavía con la fruta bajo el brazo. Fue cosa de un instante. De su letargo lo sacó un rumorcillo, el ruido de tres hombres que aparecieron de súbito a pocos pasos de allí y avanzaban oteando, la carabina en las manos. «Es la justicia de Dios» — pensó el pobre marido minotaurizado. — «Sí, que nos maten; que nos maten a todos».

Nadie había percibido a los tres hombres, sino él. La mona, descendida del atalaya, y en brazos del amor, ¿qué podía columbrarlos? ¡Y la mesnada estaba tan lejos!

Los hombres avanzaron un poco, hacia el grupo amartelado. Las tres carabinas apuntaron... Sonó una triple detonación simultánea, y don Juan rodó por tierra bañado en su propia sangre. La monita salió ilesa. Iba a echar a correr; pero a la vista de su esposo, que se dirigía a ella riendo nerviosamente, la mónita se volvió al herido, y despreciando las iras de su esposo y las balas de los hombres, empezó a besar a don Juan, a lamerle las heridas y, ya muerto, a llorar sobre el cadáver.

— Miserable, cien veces miserable — rugió el viejo mono furioso, a la vista de aquellas caricias póstumas e infames.

— Sí, lo amaba, lo adoraba; y a ti te odio, viejo ridículo — gritó la mónita.

Entonces el marido, silencioso, terrible, agarró a la monita por fuerza, e impávido, se dirigió hacia los hombres que apuntaban sus carabinas.

Pero los hombres no podían olvidarse de que eran hombres; y a la vista de aquellos monos salvajes, que se dirigían sobre ellos forcejeando, arrojaron por el suelo sus escopetas y echaron a correr.

 

Cuentos americanos, 1904

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