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Antonio de Trueba en AlbaLearning

Antonio de Trueba

"El rey en busca de novia"

Biografía de Antonio de Trueba en Wikipedia

 
 
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Música: Beethoven - Six Bagatelles Op.126 - 5: Quasi allegretto
 
El rey en busca de novia
OBRAS DEL AUTOR

Cuentos y Fábulas:

El ejemplo
El lobo y el cordero
El rey en busca de novia
La parte del león
Los tres amigos
La ballena en el Manzanares
COLECCIÓN DE FÁBULAS

Autores

Agustín Moreto
Andrés Bello
Antonio de Trueba
Arcipreste de Hita
Augusto Monterroso
Concepción Arenal
Esopo
Félix María Samaniebo
Fernández de Lizardi
Francisco de Rojas Zorrilla
Francisco Martínez de la Rosa
José Rosas Moreno
Juan Eugenio Hartzenbusch
Juan Ruiz de Alarcón
Manuel del Palacio
Miguel Agustín Príncipe
Pedro Calderón de la Barca
Rafael Pombo
Ramón de Campoamor
Tomás de Iriarte
Tirso de Molina
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Pues señor, ésta era una muchachita muy hermosa y muy buena, que se llamaba Rosa. Cuando era aún muy pequeña, se le murió su padre; pero su madre la crió con mucho amor, enseñándola a ser mujercita de bien, y sobre todo á hilar, tejer y coser, que era el trabajo con que su madre ganaba el pan para las dos.

Al cumplir Rosa los quince años, su madre se puso muy mala, y conociendo que se iba á morir, llamó á su hija, y le dijo:

—Hija mía, yo me voy al cielo y te dejo sola en la tierra. No te quedan muchos bienes, pero los que te quedan te bastarán para vivir dichosa, si haces buen uso de ellos. Los bienes que te dejo son: esta casita para que vivas, y una rueca, una lanzadera y unas agujas para que ganes el pan, como yo lo he ganado, hilando, tejiendo y cosiendo.

Dicho esto, la madre de Rosa bendijo á su hija y voló derechita al cielo, adonde van siempre los que han andado derechitos por la tierra.

Rosa lloró y rezó mucho por su madre, y se puso á hilar, tejer y coser con tanto ánimo como si no tuviera pena alguna en el corazón, sólo que en lugar de cantar, lloraba y rezaba cuando trabajaba.

No la había engañado su madre cuando le dijo que la rueca, la lanzadera y las agujas le bastarían para ganar el pan, pues las gentes más ricas de su aldea y las inmediatas se disputaban el trabajo de sus manos; y como trabajaba mucho y gastaba poco, hasta tenía dinero de sobra para dar un par de cuartitos á cada pobre que llamaba á su puerta.

II

El rey estaba ya desahuciado de los médicos, y llamando á su hijo primogénito, que era un real mozo, le dijo:

—Yo me voy á morir, pero antes quiero decirte cuántas son cinco. Apenas cierre yo el ojo, te encasquetarás la corona; pero no te bastará esto para ser feliz. Es necesario que te cases, que por más perrerías que se digan por ahí del matrimonio, el matrimonio es cosa buena, como lo prueba lo regostados que quedan al yugo viudos y viudas. Lo que te encargo mucho es que no eches en saco roto aquel refrán que dice: «Antes que te cases, mira bien lo que haces». Esto, hablando en plata, quiere decir que antes de casarte debes ver si tu mujer es alguna de las muchas maulas que hay entre las mujeres.

—¿Pues qué clase de mujer quiere usted que busque?—preguntó el príncipe á su padre.

—La más pobre y más rica.

—¡Quedamos enterados!—refunfuñó el príncipe, poco satisfecho de la contestación de su señor padre.

—¡Qué! ¿No me has entendido?—dijo éste.—Pues estudia, hijo, que ya tienes edad para eso. Dos días después murió el rey, y su hijo se sentó en el trono por aquello de «A rey muerto, rey puesto».

El rey se puso á cavilar á ver si daba con lo que su padre había querido decirle al aconsejarle que buscase la mujer más pobre y más rica, pero por más que caviló no dió con ello.

—¿Si será—decía—que debo buscar una mujer que á la par sea pobre de bienes de fortuna y rica de hermosura? En fin, vamos de pueblo en pueblo a ver si la casualidad ó la gramática parda de los campesinos disipan las nebulosidades á que mi señor padre era tan aficionado.

III

El rey andaba de pueblo en pueblo buscando novia, y en todos preguntaba cuál era la muchacha más pobre y más rica del pueblo; pero nadie entendía esta pregunta, puesto que en todas partes se contentaban con indicarle una muchacha pobre y otra rica.

—¡Canario!—decía el rey.—¡Me queman ustedes la sangre con sus picaras entendederas! Lo que yo busco no es una novia rica ni una novia pobre, que es una que sea las dos cosas.

—¡Qué divertido está su majestad!—exclamaban los campesinos, sin entender jota de lo que quería decirles.—Si estuviera como nosotros destripando terrones todo el santísimo día, no tendría su majestad tanta gana de broma.

Andando de aquí para allí, el rey llegó á la aldea de Rosa, hizo la pregunta de costumbre, y como de costumbre, le indicaron una muchacha rica y otra pobre.

El rey determinó ver á las dos, como hacía en todas partes, y empezó por la más rica, porque no sé qué demonios tiene la riqueza, que siempre es la preferida, así de reyes como de vasallos.

La rica había quedado huérfana casi al mismo tiempo que la pobre; pero sus padres, en lugar de dejarle herramientas para que trabajase, le dejaron criados para que la sirviesen. Sabedora de que el rey la iba á visitar, se puso de veinticinco alfileres. ¡Allí hubieran ustedes visto seda y oro y perlas y diamantes!

—Con este continuo trasnochar, andando de baile en baile, estoy muy descolorida,—dijo.—Si yo me pusiera colorada delante de los hombres, como les sucede á las palurdas, poco me importaría esta picara palidez; pero como no me pongo, tendré que darme un poco de mano de gato.

Y en efecto, se puso de colorete que... ¡uf, qué asco!

Poco después llegó el rey y se quedó á solitas con ella, porque su majestad gustaba de quedarse á solas con las chicas, y como era rey absoluto, hacía lo que le daba la real gana.

La muchacha, que estaba educada á la francesa, presentó la frente al rey para que se la besara, y el rey se llenó los labios de colorete, que le supo a rejalgar.

Por más reverencias y monadas que la muchacha hacía para enamorar á su majestad, su majestad se moría de fastidio.

Al dar su majestad un estornudo, se le saltó un botón de la pretina, y mandó a la muchacha que se le cosiera; pero la muchacha, como no sabía coser, le dió un pinchazo en la barriga que le hizo ver las estrellas.

Del susto y del dolor le dió a su majestad un vahído, y mandó á la muchacha que le hiciera una taza de té, a ver si se le pasaba; pero la muchacha, como no entendía de cocina, le echó al té sal y ajos, y el rey a poco más echa las tripas al probarlo.

—Para este viaje—dijo su majestad—no se necesitaban alforjas.

Y se marchó muy quemado, caballero en su caballo, a casa de la muchacha pobre, que vivía a lo opuesto de la aldea.

IV

Descoloridita estaba Rosa de tanto llorar por su madre; pero cuando vió al rey atando el caballoaá la reja, salió a abrirle la puerta y se puso coloradita como un clavel.

Tan embelesado la miraba el rey al entrar, que tropezando con la nariz del picaporte se hizo un siete en la levita.

—Mira,—dijo á Rosa,—dame cuatro puntadas en este siete, que reyes de rompe y rasga no parecemos bien.

Rosa cogió la rueca y en un verbo hiló un hilito tan fino como un cabello, y cogiendo enseguida la aguja, cose que te cose, zurció el siete tan perfectamente, que ya había de ser buen sastre el que le conociera.

A todo esto, el rey no podía desechar el asco que le había dado el colorete de la otra, y echó mano al bolsillo para buscar el pañuelo y limpiarse los labios con él.

—¡Canario!—exclamó.—¡Pues no he perdido el pañuelo desde casa de esa indecente a aquí!

—Los míos—dijo Rosa—son muy ordinarios para vuestra majestad; pero espere vuestra majestad un poquito, que voy á tejerle uno de batista.

Y dale que le das a la lanzadera, en un quítame allá esas pajas le tejió un pañuelito al rey.

En éstas y las otras, se pasaba el tiempo sin sentir, y aunque el rey no sentía el tiempo, iba sintiendo ganillas de tomar algo.

— Mira, querida,—le dijo a Rosa,—quien así hila y cose y teje, debe cocinar á las mil maravillas. ¿No podrías hacerme algo de comer?

—Señor,—contestó Rosa, enamorada de su llaneza,—no tengo más que pan y agua y aceite y sal y ajos. ¿Quiere vuestra majestad que le haga unas sopas?

—Sí, queridita mía.

Y en menos que se cambia de opinión política, Rosa hizo unas sopas de ajo que le supieron a gloria al rey.

Y el rey, montando en seguida en el caballo que había dejado atado á la reja, se alejó, se alejó por aquellos campos.

Y Rosa, viéndole desde la ventana alejarse, se echó á llorar y se preguntó á sí misma:

—¿Por qué lloro yo, si ahora no es por mi pobre madre?

Pero al día siguiente volvió el rey con muchas damas y caballeros y carrozas doradas, y tomando á Rosa del brazo, se fué con ella á la iglesia de la aldea, y allí se casó con Rosa; que ya había encontrado su majestad la novia pobre y rica que le recomendó su señor padre.

 

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