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Marcelo Peyret en AlbaLearning

Marcelo Peyret

"Cartas de amor"

Carta 73

Biografía y Obra

 
 
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Música: Albeniz - España Op. 165, no. 2 "Tango"
 

Carta 73

De Ramiro Varela a Celia Gamboa

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Cartas de amor (82)
Cartas

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Divina:

Me muero.

Quizá cuando recibas esta carta, yo ya me haya ido. Pero no será sin que antes mi alma, esa alma que es toda tuya, se despida de ti.

La sentirás revolotear en torno tuyo. Será una desazón muy grande, una indefinible inquietud la que sentirás. Luego acariciará tus labios un soplo tibio, tan leve, tan suave, que otra que no fueras tú no podría sentirlo.

Sonríe entonces, Divina, y piensa en mí.

Así mi alma se llevará tu última sonrisa junto con tu último pensamiento grato.

Luego, cuando sientas que una racha helada te castigue el rostro, no te asombres.

Es el hálito de la muerte que irá persiguiéndome rumbo al gran misterio de lo desconocido. 

Entonces ya podrás llorar.

Porque estarás llorando sobre mi recuerdo, sobre el recuerdo de algo que fue y que ya no es.

Divina: antes de morir, quiero que recordemos juntos nuestro pasado sentimental, que hablemos un poco de nuestro cariño. Así, en la evocación de nuestro amor, llenaremos de dulzura mi despedida. 

Te quise siempre. Divina. Mi amor fue siempre grande, desde el primer momento, aun antes de haberme dado yo cuenta del enorme lugar que ibas a ocupar en mi vida.

Y fue tan inmenso ese lugar, que desalojó a todos los otros afectos, sin dejar sitio para ninguno. Se enseñoreó de mi espíritu en una forma absoluta, definitiva.

Fue la época primera, cuando aun no te deseaba, cuando sólo eras para mí un ideal el más dulce de los ideales.

Después, el espíritu fue pequeño para darle cabida, y se desbordó en mi carne.

Y entonces tú fuiste para mí algo más que un ideal. Fuiste una mujer.

Más que una mujer aun. La mujer.

Es decir, fuiste Dios.

No había en mi cerebro una idea, en mi corazón un latido que no fuera tuyo.

Y no había en mi cuerpo una molécula, en mi carne un deseo, en mi sangre una gota que no te perteneciera.

Y en la gran ceguera que para todo lo que no fueras tú y tu cariño me produjo ese amor, se desvanecieron la sociedad, los prejuicios, las normas establecidas, las conveniencias, todo.

Por eso te quise mía.

Por eso ansié tu posesión, olvidado de todo lo que no fuera lo que esa posesión para mí significaba: era más que el goce de la carne, era más que la suprema embriaguez del espíritu, era más que la mayor y más grande de las dichas: era la refundición en una sola de nuestras vidas; era la ratificación de todos nuestros juramentos: era un simbólico sacrificio en el altar de nuestro amor, que iba a sellar para siempre, indisoluble y definitiva, nuestra unión; era la sacrosanta misa profana con que íbamos a inaugurar el culto de nuestra religión: la de nuestro querer, de ese querer infinito por el que ambos hemos gozado los instantes más dichosos de nuestra vida y sufrido los momentos más amargos de la existencia.

De ese querer, que cuando creí que me faltaba hizo parecerme tonta, fastidiosa, pesada, inaguantable, la idea de la vida.

De ese querer, que, al retornar ahora, pese al dolor de mi carne y a la angustia producida por saber que ya no puede ser, me resarce del tiempo que dejaré de gozarlo con la intensidad con que lo gozo.

Y fue su misma grandeza la que nos separó. Por un instante tú no creíste en él. No pudiste creer en él.

Y es que los infinitos no pueden concebirse. . . Salvo que existan en nosotros mismos.

Como existe ahora en ti. Ahora que es tarde. . .

Ahora que ambos, como dos cuerdas armonizadas en la misma tonalidad, vibramos al unisón.

Pero no nos quejemos.

Quizá sin nuestra pena, sin la angustia de saber que no es posible, nuestro amor no hubiera crecido tanto.

Porque los grandes amores necesitan un gran dolor para templar.

Como el acero necesita de una gran llama. Y así como el carbón, sometido a una temperatura de varios miles de grados se transforma en diamante, así nuestro deseo, nuestro capricho o nuestro afecto se ha sublimizado en la fragua de nuestro dolor, hasta transformarse en una idolatría, en un fanatismo, en una demencia.

¡La dulce demencia de nuestro cariño!

Y es mejor morirse después de haberla sentido un instante, que vivir toda una vida la pequeñez de un afecto miserable, de un cariño raquítico.

Porque se vive más.

Por eso, Divina, muero tranquilo, feliz, con la plenitud de una dicha infinita, sin más pena que la que me produce la idea de la que voy a causarte, de las lágrimas que por mí vas a derramar.

Pero es dulce sufrir por amor, Divina, cuando se descarta la idea de la traición.

Verás como, cuando yo haya muerto y haya pasado en tu espíritu la racha de la primera desesperación, con qué ternura con qué cuidadosa prolijidad cuidarás que no se cierre la herida de tu dolor.

En él hallarás goces desconocidos: el saber que a medida que voy entrando en el olvido de los demás, sigo viviendo en ti, para ti sola, sin compartirme con nadie.

Y buscarás tu dolor, porque en él hallarás mi recuerdo. Me habré purificado en tu pena, como en un regazo tibio, como en un nido propicio.

Cuando te encuentres sola, cuando el hastío golpee tus puertas, cuando ya no esperes nada de lo futuro, cuando te sientas vacía el alma, y el cerebro hueco, cuando no sepas cuáles son los motivos que aun te atan a la vida, entonces irás a buscarme en tu pena, en esa herida que nunca debe cerrarse, y yo estaré allí, purificado de mis faltas por la Intrusa, idealizado por la distancia, dispuesto a hacerte compañía, a no abandonarte . . . Y tú sentirás una dulzura infinita en recordarme, y tu tristeza dejará de ser una tortura para no ser más que una gran suavidad, que con un gran consuelo. . .

Evocarás mi figura, mis gestos, las inflexiones de mi voz, el sentido de mis palabras, el fuego de mis arrebatos, el sabor de mis besos. . .

Te parecerá que por un instante se ha realizado el milagro de la resurrección.

Un instante fugaz, pues la realidad vendrá tras él, empujándolo hacia el olvido.

Y llorarás. . .

Pero tus lágrimas, piadosamente, te ayudarán a vivir. Porque en ellas estaré yo.

Divina. Quería escribirte una carta larga, muy larga. No puedo continuarla.

Me siento mal, Divina.

Por mis sienes corre un sudor, y la vista se me nubla, y no consigo casi ver lo que temblorosamente escribe mi mano.

Me muero, Divina.

Creo que es la terminación.

Y quiero hacerlo pronunciando tu nombre, escribiendo tu nombre.

Divina: Te quiero. . . Te quiero mucho. . . Divina, Divina mía . . . Yo. . .

No puedo más. Ya no veo y la cabeza me da vueltas. Te quiero, Divina, te quiero ... Te quiero mucho. . . Te quiero. . . Adiós.

Ramiro.

 

P. S. — Divina, te quiero ... te quiero . . .

(Esta carta, cuyos últimos párrafos están escritos en una letra casi ilegible, fue incluida en sobre y enviada a su destino por el padre de Ramiro.)

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