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Leopoldo Lugones en AlbaLearning

Leopoldo Lugones

"El origen del diluvio. Narración de un espíritu"

Biografía de Leopoldo Lugones en AlbaLearning

 
 
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El origen del diluvio.
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..La tierra acababa de experimentar su primera incrustación sólida y hallábase todavía en una obscura incandescencia. Mares de ácido carbónico batían sus continentes de litio y de aluminio, pues éstos fueron los primeros sólidos que formaron la costra terrestre. El azufre y el boro figuraban también en débiles vetas.

Así, el globo entero brillaba como una monstruosa bola de plata. La atmósfera era de fósforo con vestigios de flúor y de cloro. Llamas de sodio, de silicio, de magnesio, constituían la luminosa progenie de los metales. Aquella atmósfera relumbraba tanto como una estrella, presentando un espesor de muchos millares de kilómetros.

Sobre esos continentes y en semejantes mares, había ya vida organizada, bien que bajo formas inconcebibles ahora; pues no existiendo aún el fosfato de cal, dichos seres carecían de huesos. El oxígeno y el nitrógeno, que con algunos rastros de berilo entraban en la composición de tales vidas, completaban los únicos catorce cuerpos constituyentes del planeta. Así, todo era en él extremadamente sencillo.

La actividad de los seres que poseían inteligencia, no era menos intensa que ahora, sin embargo; si bien de mucho menor amplitud; y no obstante su constitución de moluscos, vivían, obraban, sentían, de un modo análogo al de la humanidad presente. Habían llegado, por ejemplo, a construir enormes viviendas con rocas de litio; y el sudor de sus cuerpos oxidaba el aluminio en copos semejantes al amianto incandescente.

Su estructura blanda, era una consecuencia del medio poco sólido en que tomaron origen, así como de la ligereza específica de los continentes que habitaban. Poseían también la aptitud anfibia; pero como debían resistir aquellas temperaturas, y mantenerse en formas definidas bajo la presión de la profunda atmósfera, su estructura manteníase recia en su misma fluidez.

Esbozos de hombres, más bien que hombres propiamente dicho, o especies de monos gigantescos y huecos, tenían la facilidad de reabsorberse en esferas de gelatina o la de expandirse como fantasmas hasta volverse casi una niebla. Esto último constituía su tacto, pues necesitaban incorporar los objetos a su ser, envolviéndolos enteramente para sentirlos. En cambio, poseían la doble vista de los sonámbulos actuales. Carecían de olfato, gusto y oído. Eran perversos y formidables, los peores monstruos de aquella primitiva creación. Sabían emanar de sus fluidos organismos, seres cuya vida era breve pero dañina, semejantes a las carroñas con los gusanos. Fueron los gigantes de que hablan las leyendas.

Construían sus ciudades como los caracoles sus conchas, de modo que cada vivienda era una especie de caparazón exudado por su habitante. Así, las casas resultaban grupos de bóvedas, y las ciudades parecían cúmulos de nubes brillantes. Eran tan altas como éstas, pero no se destacaban en el cielo azul, pues el azul no existía entonces, porque faltaba el aire. La atmósfera sólo se coloreaba de anaranjado y de rojo.

Apenas dos o tres especies de aves cuyas alas no tenían plumas, sino escamas como las de las mariposas, y cuyo tornasol preludiaba el oro inexistente, remontaban su vuelo por la atmósfera fosfórica.

Era esta tan elevada, y el vuelo tan vasto, que las llevaba cerca de la luna. El arrebato magnético del astro solía embriagarlas; y como éste poseía entonces una atmósfera en contacto con la terrestre, afrontábanla en ímpetu temerario yendo a caer exánimes sobre sus campos de hielo.

Una vegetación de hongos y de líquenes gigantes arraigaba en las aún mal seguras tierras; y no lejanos todavía del animal, en la primitiva confusión de los orígenes, algunos sabían trasladarse por medio de tentáculos; tenían otros, a guisa de espinas, picos de ave, que estaban abriéndose y cerrándose; otros fosforecían a cualquier roce; otros frutaban verdaderas arañas que se iban caminando y producían huevos de los cuales brotaba otra vez el vegetal progenitor. Eran singularmente peligrosos los cactus eléctricos que sabían proyectar sus espinas.

Los elementos terrestres se encontraban en perpetua inestabilidad. Surgían y fracasaban por momentos disparatadas alotropías. La presión enorme apenas dejaba solidificarse escasos cuerpos. Las rocas actuales dormían el sueño de la inexistencia. Las piedras preciosas no eran sino colores en las fajas del espectro.

Así las cosas, sobrevino la catástrofe que los hombres llamaron después diluvio; pero ella no fue una inundación acuosa, si bien la causó una invasión del elemento líquido. El agua tuvo intervención de otro modo.

Ahora bien: es sabido que los cuerpos, bajo ciertas circunstancias, pueden variar sus caracteres específicos hasta perderlos casi todos con excepción del peso; y esto es lo que recibe el nombre de alotropía. El ejemplo clásico del fósforo rojo y del fósforo blanco debe ser recordado aquí: el blanco es ávido de oxígeno, tóxico y funde a los 44°; el rojo es casi indiferente al oxígeno, inofensivo e infusible, sin contar otros caracteres que acentúan la diferencia. Sin embargo, son el mismo cuerpo. Podría citarse además el diamante y el carbón, para no hablar de las diversas especies de hierro, de plata, que constituyen también estados alotrópicos.

Nadie ignora, por otra parte, que el calor multiplica las afinidades de la materia, haciendo posibles, por ejemplo, las combinaciones del ázoe y del carbono con otros cuerpos, cosa que no sucede a la temperatura ordinaria; y conviene recordar, además, que basta la presencia en un cuerpo de partículas pertenecientes a algunos otros, para cambiar sus propiedades o comunicarles nuevas, siendo particularmente interesante a este respecto lo que sucede al aluminio puesto en contacto, por choque, con el mercurio; pues basta eso para que se oxide en seco, descomponga el agua y sea atacado por los ácidos nítrico y sulfúrico, al revés exactamente de lo que le pasa cuando no existe tal contacto.

A estas causas de variabilidad de los cuerpos, es menester añadir la presión, capaz por sí sola de disgregar los sólidos hasta licuarlos, cualquiera que sea su maleabilidad, y sin exceptuar al mismo acero; pues nada más que con la presión se ha llegado a convertirlo en una masa blanduzca, trabajándolo con entera comodidad.

Mencionaremos, por último, una extraña propiedad que los químicos llaman acción catalítica, o en términos vulgares, acción de presencia, y por medio de la cual ciertos cuerpos provocan combinaciones de otros, sin tomar parte en las mismas. Entre éstos, uno de los más activos, y el que interviene en mayor número de casos, es el vapor de agua. Los datos que anteceden, nos ponen ya en situación de explicar el fenómeno al cual están dedicadas estas líneas.

Sucedió por entonces que la atmósfera terrestre, condensándose en torno al globo, empezó a ejercer una atracción progresiva sobre la atmósfera de la luna. Al cabo de cierto tiempo, esta atmósfera no pudo resistir a aquella atracción, y empezó a incorporar con la nuestra sus elementos más ligeros. La falta de presión causada por este fenómeno, vaporizó los mares de la luna que estaban helados hacía muchos siglos; y una niebla fría, a muchos grados bajo nuestro cero termométrico, rodeó al astro muerto como un sudario.

Cierto día el vapor acuoso se precipitó en la atmósfera terrestre, y ésta vio aumentado su peso en varios miles de millones de toneladas. A tal fenómeno, unióse la acción catalítica del vapor, y entonces fue cuando empezaron a disgregarse los sólidos terrestres.

Un ablandamiento progresivo dio a todos la consistencia del yeso; pero cuando el fenómeno siguió, deleznándose aquéllos en una especie de lodo, empezó la catástrofe. Las montañas fueron aplastándose por su propio peso, hasta degenerar en médanos que el viento arrasaba. Las mansiones de los gigantes volviéronse polvo a su vez, y pronto hubo de observarse con horror que el elemento líquido cambiaba de estado en la forma más extraordinaria; secábase sin desaparecer, volviéndose también polvo por la disgregación de sus moléculas, y se confundía con el otro en un solo cuerpo, seco y fluido a la vez sin olor,  sin color y sin temperatura.

Lo raro fue que el fenómeno no se efectuaba al mismo tiempo en la materia organizada. Esta resistía mejor, sin duda por su condición semilíquida; pero semejante diferencia implicaba la muerte violenta en aquella disgregación. Poco después no hubo en el globo otra existencia que la flotante sobre esa especie de arenas cósmicas; mas ya la mayor parte de los seres animados había muerto de inanición; pues aunque no comían como nosotros, absorbían del aire sus principios vitales, y el aire estaba cambiado por los elementos de la luna.

Apenas uno que otro gran molusco se revolvía sobre la universal fluidez sin olas, bajo el horror de la atmósfera gigantesca, preñada de tósigos mortales, donde se operaba la futura organización. Tampoco pudieron ellos resistir a esas combustiones, ni adaptarse al estado de disgregación; y, por otra parte, éste los afectaba a su vez. Ellos fueron también disolviéndose hasta desaparecer; y entonces, sobre el ámbito del planeta, fue la soledad y la negra noche.

Millares de años después, los elementos empezaron a recomponerse.

Formidables tempestades químicas conmovieron el estado crítico de la masa, y los catorce cuerpos primitivos revivieron, engendrando nuevas combinaciones.

El litio se triplicó en potasio, rubidio y cesio; el fósforo en arsénico, antimonio y bismuto; el carbono engendró titano y zirconio; el azufre, selenio y teluro....

Los océanos fueron ya de agua, el agua de la luna periódicamente exaltada hacia su origen por la armónica dilatación de las mareas. La atmósfera se había vuelto de aire semejante al nuestro, aunque saturado de ácido carbónico.

Ningún ser vivo quedaba de la anterior creación. Hasta sus huellas habían sido destruidas. Pero los vapores de la luna trajeron consigo gérmenes vivificantes, que el nuevo estado de la tierra fue llamando lentamente a la existencia.

El mar se cubrió de vidas rudimentarias. La costra sólida pululó de hierbas, y el dominio de éstas duró una edad.

Pero yo no sabría repetir el enorme proceso. Réstame decir que los primeros seres humanos fueron organismos del agua: monstruos hermosos, mitad pez, mitad mujer, llamados después sirenas en las mitologías. Ellos dominaban el secreto de la armonía original y trajeron al planeta las melodías de la luna que encerraban el secreto de la muerte.

Fueron blancos de carne como el astro materno; y el sodio primitivo que saturaba su nuevo elemento de existencia, al engendrar de sí los metales nobles, hizo vegetar en sus cabelleras el oro hasta entonces desconocido...

... He aquí lo que mi memoria, millonaria de años, evoca con un sentido humano, y he aquí lo que he venido a deciros descendiendo de mi región, el cono de sombra de la tierra. Os añadiré que estoy condenado a permanecer en él durante toda la edad del planeta.

La médium calló, recostando fatigosamente su cabeza sobre el respaldo del sofá. Y Mr. Skinner, una de las ocho personas que asistían a la sesión, no pudo menos de exclamar en las tinieblas:

–¡El cono de sombra! ¡El diluvio!... Disparatada superchería!

Nada pudimos replicarle, pues un estertor de la médium nos distrajo.

De su costado izquierdo desprendíase rápidamente una masa tenebrosa, asaz perceptible en la penumbra. Creció como un globo, proyectó de su seno largos tentáculos, y acabó por desprenderse a modo de una araña gigantesca. Siguió dilatándose hasta llenar el aposento, envolviéndonos como un mucílago y jadeando con un rumor de queja. No tenía forma definida en la oscuridad espesada por su presencia; pero si el horror se objetiva de algún modo, aquello era el horror.

Nadie intentaba moverse, ante el espantoso hormigueo de tentáculos de sombra que se sentía alrededor, y no sé cómo hubiera acabado eso, si la médium no implora con voz desfallecida:

–¡Luz, luz, Dios mío!

Tuve fuerzas para saltar hasta la llave de la luz eléctrica; y junto con su rayo, la masa de sombra estalló sin ruido, en una especie de suspiro enorme.

Mirámonos en silencio.

Algo como un lodo heladísimo nos cubría enteramente; y aquello habría bastado para prodigio, si al acudir a su lavatorio, Skinner no realiza un hallazgo más asombroso.

En el fondo de la palangana, yacía no más grande que un ratón, pero acabada de formas y de hermosura, irradiando mortalmente su blancor, una pequeña sirena muerta.

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