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Thomas Hardy en AlbaLearning

Thomas Hardy

"Una mujer soñadora"

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Biografía de Thomas Hardy en Wikipedia

 
 
 
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Música: Adagio de Secret Garden
 
Una mujer soñadora
OBRAS DEL AUTOR
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La historia de un hombre supersticioso
Una mujer soñadora
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The superstitious man's story
An imaginative woman
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La historia de un hombre supersticioso - The superstitious man's story

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Perteneciente a Life's Little Ironies (1912)

 

Cuando dio por terminada su búsqueda de alojamiento en el conocido balneario de Solentsea, en Upper Wessex, William Marchmill regresó al hotel para reunirse con su esposa: se había ido con los niños a dar un paseo por la playa, y Marchmill tomó la dirección que el portero de aspecto marcial le señalaba.

—¡Por Dios, hasta dónde os habéis ido! Estoy completamente agotado —dijo Marchmill con cierta impaciencia cuando alcanzó a su mujer, que iba leyendo mientras andaba; los tres niños iban delante, a bastante distancia, con la niñera.

La señora Marchmill salió del ensueño en que el libro la había sumido.

—Sí —dijo—, pero es que tardabas tanto. Estaba harta de permanecer en ese horroroso hotel. ¿Me has necesitado, Will? Lo lamento de veras.

—Bueno, lo cierto es que he tenido dificultades para encontrar algo que nos conviniera. Cuando uno va a ver las cómodas y ventiladas habitaciones de que le han hablado, se encuentra con que, en realidad, son incómodas y asfixiantes. ¿Te importaría venir a ver si nos servirá lo que he apalabrado? No es muy espacioso, me temo; pero no se puede encontrar nada mejor. La ciudad está abarrotada.

Dejaron a los niños y a la niñera para que siguieran con su paseo, y los dos regresaron juntos.

William y Ellen, que se llevaban los años precisos, que físicamente hacían muy buena pareja, que tenían bien delimitadas sus obligaciones domésticas, diferían en el carácter, aunque incluso en esto no solían tener verdaderos enfrentamientos. El era apático, si no linfático, y ella, decididamente nerviosa y sanguínea. Era en sus gustos y aficiones —en esos pequeños, grandes detalles— donde no se podía recurrir a ningún denominador común. Marchmill pensaba que los gustos e inclinaciones de su mujer eran algo tontos; ella pensaba que los de él eran sórdidos y materiales. El marido era armero en una floreciente ciudad del norte, y siempre tenía los cinco sentidos puestos en aquel negocio; la mejor manera de caracterizar a la dama sería diciendo, con aquella anticuada y elegante expresión, que “rendía culto a las musas”. Ellen era una criatura impresionable, palpitante, a quien, humanitariamente, hacían estremecer los detalles de la profesión de su marido cada vez que pensaba que todo lo que él fabricaba tenía como fin la destrucción de la vida. Sólo podía recobrar la serenidad gracias a la convicción de que, por lo menos, algunas de las armas de William se utilizaban, antes o después, para el exterminio de sabandijas y animales casi tan crueles para con los inferiores de su especie como lo eran los seres humanos para con los suyos.

Antiguamente nunca había visto en esta ocupación de William ninguna clase de impedimento para tenerle por marido. De hecho, la necesidad de conseguir a toda costa un contrato que durara toda la vida —una virtud esencial que toda buena madre enseña— impidió que pensara en ello hasta que ya se había unido a William, la luna de miel había pasado y la etapa de reflexión había llegado. Entonces, como una persona que se ha topado con algún objeto en la oscuridad, se preguntó qué tenía ante sí; mentalmente le dio vueltas al asunto, lo sopesó; se preguntó si era raro o vulgar; si contenía oro, plata o plomo; si era un lastre o un pedestal; si lo era todo, o nada, para ella.

Llegó a algunas conclusiones vagas, y desde entonces había mantenido su corazón vivo a fuerza de sentir compasión por la torpeza y la falta de refinamiento del que era su dueño, a fuerza de compadecerse a sí misma y de dejar que sus delicadas y etéreas emociones se proyectaran en actividades soñadoras: soñando despierta durante el día y anhelando durante la noche; algo que tal vez no habría molestado mucho a William de haber sabido de su existencia.

Ellen tenía una figura menuda, elegante y de talle breve, de movimientos vivaces o, mejor dicho, saltarines. Tenía los ojos oscuros y, en cada pupila, ese destello asombrosamente brillante y líquido que caracteriza a las personas como Ellen y que, con demasiada frecuencia, es motivo de amorosos pesares para los amigos varones de la poseedora —y también, de vez en cuando, para ésta misma—. Su marido era un hombre alto, de facciones alargadas y barba castaña; tenía una mirada pensativa, y era, en general —ha de añadirse—, amable y tolerante con ella. Hablaba con sencillez y estaba absolutamente satisfecho con cierta naturaleza de las cosas terrenales que hacía de las armas una necesidad.

Marido y mujer caminaron hasta que llegaron a la casa que buscaban, situada sobre una terraza que daba al mar y precedida por un pequeño jardín de siemprevivas resistentes al viento y a la sal; unos escalones de piedra conducían al porche. La casa tenía su correspondiente número de la calle, pero como era bastante más grande que las demás, la casera la distinguía, celosamente, con el sobrenombre de Mansión Coburg, aunque todo el mundo la conocía por «el número 13 de Paseo Nuevo». El lugar tenía ahora un aspecto reluciente y animado; pero en invierno era indispensable colocar sacos de arena contra la puerta y tapar el ojo de la cerradura para protegerla del viento y de lluvia que habían desgastado tanto la pintura que se podían adivinar la primera mano y las nudosidades de la madera.

La encargada de la casa, que había estado al tanto del regreso del caballero, los recibió en el pasillo y les enseñó las habitaciones. Les dijo que era viuda de un profesional y que tras la más bien repentina muerte de su marido se había quedado en una situación apurada; y les habló con entusiasmo de las ventajas de la mansión.

La señora Marchmill dijo que el sitio y la casa le gustaban; pero que, al ser ésta pequeña, no habría espacio suficiente para todos los miembros de la familia, a menos que pudieran disponer de la totalidad de las habitaciones.

La casera se quedó pensando, con gesto de decepción. Necesitaba imperiosamente tener a los visitantes por inquilinos, dijo con obvia sinceridad. Pero, por desgracia, dos de las habitaciones estaban permanentemente ocupadas por un caballero soltero. Era cierto que no pagaba los precios de temporada; pero como conservaba los aposentos a lo largo de todo el año y, además, era un joven extremadamente agradable e interesante, que no creaba problemas, no quería echarle por un alquiler de un mes, aunque la cifra de aquél fuera elevada.

—Pero es posible —añadió— que esté dispuesto a irse por una temporadita.

Los Marchmill no querían ni oír hablar de eso y volvieron al hotel con la intención de verse de nuevo con el agente para preguntarle por otros sitios. No habían hecho más que sentarse a tomar el té, cuando se presentó la casera. El caballero, dijo, había sido tan amable de ofrecerse a dejar libres sus habitaciones durante tres o cuatro semanas; prefería hacer eso antes que dejar en la calle a los recién llegados.

—Es muy gentil, pero no queremos ocasionarle tantas molestias —dijeron los Marchmill.

—¡Oh, eso no le ocasionaría ninguna molestia, se lo aseguro! —dijo la casera con gran elocuencia—. Como ven, se trata de un tipo joven muy distinto del de la mayoría: soñador, solitario, casi melancólico, y le gusta más estar aquí cuando las galernas del sudoeste golpean las puertas y el mar baña el Paseo y no hay ni un alma en todo el lugar, que ahora, en plena temporada. Preferiría estar en el sitio al que, de hecho, se va temporalmente para cambiar de aire: Una pequeña cabaña en la isla que hay justo enfrente. En consecuencia, esperaba que aceptaran y fueran a vivir a la mansión.

Así, pues, la familia Marchmill tomó posesión de la casa, que parecía satisfacer todas sus necesidades, al día siguiente. Después de comer, el señor Marchmill salió a dar un paseo por el muelle, y la señora Marchmill tras enviar a los niños fuera, a divertirse con la arena, acabó de instalarse (examinando este y aquel objeto y poniendo a prueba la capacidad reflectora del espejo de la puerta del guardarropa).

En la sala de estar trasera, que había ocupado el joven soltero, se encontró con un tipo de muebles más personal que el del resto de la casa. Libros manoseados, de ediciones buenas más que raras, se apilaban en las esquinas de una manera extrañamente reservada, como si al anterior inquilino no se le hubiera ocurrido la posibilidad de que alguna de las personas que la temporada traía consigo pudiera sentir interés por abrirlos y echarles un vistazo. La casera rondaba el umbral, presta a corregir cualquier cosa que pudiera ser del desagrado de la señora Marchmill.

—Esta será mi habitación —dijo Ellen—, ya que los libros están aquí. Por cierto que la persona que nos ha cedido los cuartos parece tener un buen montón. Espero que no le importe si leo algunos. ¿Usted qué cree, señora Hooper?

—Que no, señora, en absoluto. Pues sí que tiene un buen montón. ¿Sabe?, él mismo hace un poco de literatura. Es poeta (un verdadero poeta) y tiene una pequeña renta, que le basta para poder seguir escribiendo versos, pero que no es suficiente para tener una posición, en caso de que eso le interesara.

—¡Un poeta! ¡Oh, no lo sabía!

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