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Johann Wolfgang von Goethe en AlbaLearning

Johann Wolfgang von Goethe

"Hermán y Dorotea"

Canto V

Las ideas del párroco

Biografía de Johann Wolfgang von Goethe en Wikipedia

 
 

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Música: Brahms - Three Violín Sonatas - Sonata N 3 - Op. 108
 

Hermán y Dorotea

OBRAS DEL AUTOR
 
Hermán y Dorotea
Las desventuras del joven Werther
 

ESCRITORES ALEMANES

Arthur Schopenhauer
Christoph von Schmid
E.T.A. Hoffmann
Friedich Schiller
Gottfried Wilheim Leibniz
Hanns Heinz Ewers
Hermann Hesse
Hermanos Grimm
Johann Wolfgang von Goethe
Richard Volkmann
Thomas Mann

 

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Las ideas del párroco

Los tres amigos seguían conversando sobre el mismo tema, examinándolo en todos sentidos. Al fin el digno párroco les dijo que encontraba natural el ansia con que el hombre busca lo nuevo y lo mejor; pero que no debía sacrificarse por este deseo, pues cualquier estado es bueno siendo natural y razonable.

En aquel momento entró la madre de Hermán acompañada de su hijo, a quien llevaba de la mano. La prudente y virtuosa mujer recordó a su marido cuántas veces los dos habían hecho votos fervientes porque Hermán eligiera una esposa digna de él, y prosiguió diciendo:

—Al fin llegó el día con tanto anhelo esperado: Hermán, cediendo a los impulsos de su corazón, ha elegido para compañera de su vida a la joven emigrada, a quien encontró al ir a llevar socorros a los desventurados fugitivos.

El hijo confirmó con acento respetuoso las palabras de su madre, y a su vez dijo el párroco:

—Este es uno de esos momentos que son decisivos en la vida de un hombre. Cuando se trata de hacer una elección cualquiera, es peligroso dar oídos a distintas y apasionadas opiniones, que suelen extraviar el sentimiento. La experiencia demuestra que después de largas deliberaciones, la elección es al fin obra de un instante. Hermán es bueno, le conozco desde su más tierna infancia. ¿Por qué habéis de asustaros al ver surgir inesperadamente a vuestra vista lo que hace tanto tiempo deseáis? No rechacéis a esa joven, que ha sido la primera en inspirar amor a vuestro excelente hijo. Basta mirar a Hermán para comprender que ya se ha fijado su destino. Él no es de natural tornadizo, y si os oponéis a sus deseos, temo que ha de pasar los mejores años de su vida sumido en honda y amarga tristeza.

El farmacéutico, impaciente por hablar, manifestó que se comprometía a ir en busca de la joven y averiguar, por las familias que la acompañaban, cuanto fuese necesario para saber si era digna de Hermán.

—Hacedlo, buen amigo—dijo Hermán —id a informaros, y ruego al señor párroco que os acompañe.

Después dirigiéndose a su padre añadió:

—¡Oh, padre mío! Esa joven no es una de tantas aventureras que recorren los pueblos tendiendo redes a los jóvenes inexpertos; no. Los crueles resultados de una guerra funesta que ha trastornado al mundo y que ha arruinado los más sólidos edificios, han expulsado de su patria a esa desventurada. ¿Acaso no andan errantes como ella hombres eminentes, de ilustre alcurnia? Los príncipes huyen con nombres supuestos, y los reyes viven desterrados. También ella se ha visto obligada a abandonar su país, y olvidando su propio infortunio, se dedica a socorrer los ajenos. ¿No ha de ser posible que nazca un solo bien de entre tantos males, y que pueda yo decir en los brazos de mi esposa que la guerra ha sido para mí una ventura, como lo fue para vosotros el incendio?

El padre se admiró de oir hablar a Hermán con tanta decisión, y comprendió que las madres están siempre dispuestas a satisfacer los caprichos de sus hijos, y los vecinos a concertarse contra un padre o un marido para echar por tierra sus más acariciados proyectos; en vista de lo cual, el posadero exclamó:

—Consiento, puesto que van todos contra mí, en que el párroco y el boticario se informen de si la joven elegida por Hermán merece el puesto que éste quiere darle a mi lado. Si es digna de él, venga en buen hora como nuera a mi casa; pero si no lo es, mi hijo no tendrá más remedio que olvidarla.

Hermán no ocultó su alegría; juró que sometería sus sentimientos al juicio de sus vecinos, y se mostró confiado en que antes de terminar el día, presentaría a su padre una hija tal como puede desearla todo hombre recto y prudente.

No queriendo retardar aquel feliz momento, corrió a preparar el carruaje para llevar a sus amigos en busca de la joven.

Al salir Hermán, hicieron los obsequiosos mediadores muy prudentes reflexiones, y discutieron con brevedad el importante asunto que se les había confiado. El mancebo entre tanto sacaba los caballos de la cuadra y los enganchaba al coche que ya había preparado uno de los criados. Hecho esto, cogió el látigo y subió al pescante. Los dos amigos ocuparon los cómodos asientos del vehículo, y el carruaje partió velozmente.

Hermán se dirigió a la calzada, sin moderar la marcha de los caballos a la bajada ni a la subida de las pendientes. Al llegar a corta distancia de la aldea, paró el carruaje. Bajo la sombra majestuosa de los tilos seculares, se extendía una explanada cubierta de césped, donde había una fuente y a su alrededor algunos bancos de piedra. Allí se detuvo Hermán, invitando a sus amigos a que fueran solos a informarse de si la joven era digna de él. Les hizo una descripción del traje que la doncella vestía, para que les fuera más fácil encontrarla, y les suplicó que no le hablaran ni le descubrieran sus intenciones sin haber interrogado antes a los demás fugitivos. Bajo la sombra de los tilos, esperaría Hermán el regreso de los dos emisarios.

Los amigos se encaminaron a la aldea, donde una inmensa muchedumbre de emigrados se había esparcido por las granjas y casas. Una apretada fila de carros ocupaba la calle en toda su longitud. Los hombres cuidaban del ganado y de los caballos, que seguían enganchados a los carruajes; las mujeres tendían a secar la ropa blanca en todos los vallados de los alrededores, en tanto que los niños se entregaban con alborozo a sus juegos favoritos.

Los dos amigos se abrieron paso por entre aquella muchedumbre, dirigiendo a todas partes sus miradas, con la esperanza de ver a la joven; mas por ningún lado descubrieron el hermoso y virginal semblante de la mujer elegida por Hermán.

De pronto se vieron envueltos en una confusión horrible. Varios hombres reñían con furia, y las mujeres, al verlos próximos a destruirse, gritaban desesperadamente.

No tardó en acudir con paso rápido un anciano de aspecto venerable, quien impuso a todos calma, y silencio con severidad paternal, cesando la algarada cuando se oyó su voz. El anciano pronunció palabras de paz y de concordia.

—«La desgracia—dijo—debe enseñarnos a ser tolerantes los unos con los otros.»

El párroco, viendo que las palabras de aquel hombre hacían cesar la discordia, se acercó a él y le dijo:

—¿Sois acaso el juez de estos fugitivos, ya que tan fácilmente calmáis sus espíritus encolerizados? Así debe ser, porque aparecéis ante mis ojos como uno de aquellos caudillos que guiaron a pueblos proscriptos a través de desiertos desconocidos, y me parece estar hablando con Jacob o con Moisés.

El juez le contestó que había mucha semejanza entre los infelices emigrados que se presentaban a su vista en aquel momento en situación tan deplorable, y aquellos hombres a quienes en una hora solemne se apareció el Señor en la zarza ardiente; porque a ellos también se les había presentado entre nubes y llamas.

El párroco se disponía a seguir la plática, impaciente por saber la historia del anciano y de sus compañeros; pero el farmacéutico dijo en voz baja a su amigo que procurase llevar la conversación al objeto que les interesaba, mientras él iba a continuar su paseo, para ver si descubría a la doncella.

El párroco hizo una seña de asentimiento, y su amigo fue a perderse en medio de la muchedumbre de los expatriados.

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