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Fernando Díez de Medina en AlbaLearning

Fernando Díez de Medina

"El mar"

Biografía de Fernando Díez de Medina en Andes

 
 
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Música: Beethoven - Six Bagatelles Op.126 - 5: Quasi allegretto
 
El mar
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Creía en la montaña pero soñaba con el mar.

Ciertamente lo ignoraba. Su extensión. Su color. Su cambiante movilidad. La altura de sus olas y el juego de la espuma. Cómo se abría al paso de las quillas de los barcos y cómo se compactaba nuevamente cuando el pez volador saltaba en el aire. Sus furias ¿levantaban castillos en el agua? Las rocas ¿se estremecían al contacto de sus largas lenguas ávidas? Y esas lentas agonías en la arena de las playas ¿cómo, retornando, se convertían otra vez en coléricos embates de legiones encrespadas? De noche el misterio. De día, siempre el enigma. Porque nadie le conoce término. Ni la manera de sus reacciones. Puede conmoverse por la fuerza oculta de los abismos que guarda. Por obra de los vientos, de las corrientes encontradas, de fenómenos atmosféricos. Acaso por radiaciones que bajan de los astros. O por su propia y natural voluntad. Ser incomprensible: ni los marinos veteranos, conociéndolo, llegan a entenderlo bien. La tierra, quieta, se deja oír y aprehender. El mar, siempre en movimiento, esquivo, tornadizo, beldad en fuga, no se entrega. Como el alma del hombre muda y escapa. Recorre toda la gama de la fuerza: del suave ondular a la explosión tempestuosa de los líquidos ejércitos. ¿Una fuerza de la naturaleza? Era más, mucho más. Un ser inmenso, una persona irreal pero persona al fin. Para él los grandes navíos, cascaritas. Las gentes menos que cabecitas de alfiler. Y cuando se enoja pueden temblar puertos y ciudades: lo arrasa todo. Pero también dulce y seductor en la mansedumbre de las olas, cuando el ciclón y las trombas no lo provocan.

Todo esto lo sabía de oídas, de segunda mano. Cine, revistas, libros, descripciones de marinos y viajeros. O lo imaginaba. Porque nunca había bajado a la costa. Encerrado en sus montañas, estaba como encapsulado en el país alto, lejos, muy lejos de las grandes corrientes marítimas. Y la atracción del gigante desconocido era mayor cuanto menores sus posibilidades de llegar a él. Un hombre pobre, que apenas gana para comer y pagar el techo que lo cobija ¿puede pensar en viajar? Era orgulloso y pobre. El mar, entonces, por obra de su orgullo y su pobreza, se transformaba en la deidad inaccesible: nunca llegaría a ella.

Pero crecía, crecía en su ámbito interior.

Compuso en su honor bellos poemas que no tenía dónde publicar, porque ¿quién acoge al desvalido? Y fraguaba ensayos extraños en los cuales la ciencia se agarraba a trompadas con la fantasía. ¿Era el mayor fenómeno cósmico, sólo una desmedida fuerza natural; o el ser grandioso, inexplicable que él suponía? Era, seguramente, ambas cosas. De su seno brotó la vida. En él se extinguiría.

Creía también en las transmigraciones. Mas de esto no hablaba con nadie, porque temía que lo creyeran loco. Solía soñar que paseaba seguido de hermosas mujeres por playas azules. O despierto, con los ojos entrecerrados y los oídos atentos, recogía el fragor musical de las olas estrellándose en los acantilados, y el yodo y la sal se introducían por sus fosas nasales. Pero sueño y ensueño terminaban, las imaginaciones se desvanecían y sólo el paisaje adusto del altiplano quedaba en su retina.

Era un tema obsesivo. Algo tuvo que existir entre él y el mar. Antes. O sobrevendría después, porque no era posible esa vinculación ardiente, continua, de su mente con el Gran Señor, si no hubiese existido un ligamen anterior.

Seguramente: el mar y él eran viejos conocidos. Pero tampoco esto podía discutir con los demás, porque si no conocía el mar ¿cómo hablar de lo ignorado?

Extraños olores marinos invadían sus fosas nasales. Recogía voces, sonidos, estrépitos raros, sólo al soñar y meditando solitario. Y tenía visiones singulares: olas que se alzaban como muros colosales, la serpiente marina devorando barcos en su ondular colérico, los escuadrones líquidos azotando enfurecidos las escolleras. Y más que grandes navíos modernos, presentía el lento y valeroso avanzar de los veleros. Pequeñas barcas, veleros, alguna vez embarcaciones mayores siempre tripuladas por remeros.

Era un camionero, hijo del pueblo. No bebía ni gustaba de las farras. Huraño, silencioso, esquivaba a sus compañeros.

—Déjenlo, zonzo es —decían los chóferes.

Nadie sabía de su cuaderno de poemas ni de sus relatos extraños. Menos de su pasión por el mar. Llevaba pasajeros y carga de La Paz al altiplano, o se sumía en las quebradas de los Yungas. Serio, cumplidor, era solicitado por el pasaje y los comerciantes. Conducía con destreza y con prudencia. Ojos, manos y pies atentos al trayecto, con ese sexto sentido del buen conductor que no yerra en la maniobra. ¿Quién podía imaginar que guiando el vehículo con perfecto dominio, el camionero podía desdoblar su mente soñando peripecias marinas? Porque él estaba presente siempre en su alma. Presionaba su voluntad. Cuanto más dura y seca la tierra, más húmedo y próximo el mar. Y cuando viajaba al Lago, la comunicación se acrecentaba. Era como si dos viejos amigos se volvieran a encontrar.

—Tu otra vez —decía el Lago—. Hiciste bien; tenía ganas de conversar.

El camionero reía jovial: —Ellos no saben que tú eres el mar.

Dialogaban largamente, hasta que un compañero, tocando el hombro del extasiado en la ácuea lejanía, aconsejaba:

—Vamos, es hora de volver.

Le habría gustado frecuentar el Lago, pero su trabajo lo obligaba a transitar lejos de sus riberas.

Y el Moisés Mamani seguía trabajando para la tierra y pensando en el mar.

Una mañana se despertó sobresaltado. Una tenue claridad dibujaba apenas los contornos de los montes. Un ruido sordo, tempestuoso parecía venir de lejos. Se puso el saco y un poncho y abrió la puerta de su casucha. A la derecha se adivinaba el bulto del Illimani. A la izquierda, por la batea altiplánica, avanzaba un inmenso rumor de aguas en tropel. Su vista penetrante lo vio a gran distancia. Era El. Inmenso, grandioso, poderoso. Avanzaba bajo la forma de un muro altísimo que cerraba como cortina descomunal el horizonte. Las olas atropellándose, juguetonas y terribles. La espuma brincando, allí en la cima del gigante. Y conforme avanzaban las aguas se tragaban a la tierra. Todo desaparecía bajo la invasión irresistible de la fuerza líquida.

El camionero corrió, jubiloso, al encuentro del Gran Señor. Las aguas lo envolvieron y elevándolo hasta su cresta siguieron en bravía cabalgata hacia la cordillera de Araca.

Los médicos no acertaron si el Moisés Mamani había muerto de frío o por una lesión orgánica.

Tampoco el camionero supo si el encuentro con el Mar era la reminiscencia de un suceso remotísimo. O si por el contrario debía acontecer muchísimo después. En una futura reencarnación.

 

(El guerrillero y la luna. Narraciones)

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