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Eduardo Castillo en AlbaLearning

Eduardo Castillo

"Más fuerte que la muerte"

Biografía de Eduardo Castillo en Wikipedia

 
 
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Música: Rachmaninov - Op.36, Sonata No.2 -II. Non allegro
 
Más fuerte que la muerte
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Más fuerte que la muerte
 

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Todos los que conocimos en la intimidad a Luis de Guevara—el inquietante y sibilino poeta del misterio y del más allá—guardamos indeleblemente grabado en la memoria, a pesar del tiempo y de la muerte, el recuerdo de su cuerpo cenceño y elegante; sus ojos de un matiz indefinible—entre verde y azul;—su boca de fino caballero contemplativo que solía plegarse en una sonrisa de desdén melancólico, y sobre todo, de sus manos, manos de una incomparable belleza que pregonaban por sí solas la estirpe prócer de su dueño. Dotado de una seducción imperiosamente suave—con que placíale cautivar a las personas que le eran agradables—había muchas, sin embargo, a quienes su cortesía glacial y la mirada inquisidora de sus ojos, causábanles una extraña impresión de desagrado y alejamiento. Esa impresión acentuábase, si cabe, en las mujeres, a quienes la presencia de mi amigo dábales un inexplicable calofrío de miedo lo cual no impidió que muchas de ellas—las más hermosas quizás—pasasen inopinadamente de una intensísima repulsa a una pasión incontrastable por él. Luis, empero, no correspondió nunca a los amores que había despertado involuntariamente y vivía solo, sin más compañía que la de dos viejos servidores de la suntuosa mansión que heredar a de sus abuelos, y cuyos salones estaban atestados de maravillosos objetos de arte: estofas rameadas de oro y plata, vasos de bronce primorosamente cincelados, aldos y elzevires de inaudito valor, cofres de marfil de finísima taracea y panoplias de armas raras. Por mucho tiempo, sus amigos alimentamos la esperanza de que Luis completase su ventura con el amor de una mujer digna de su mano, y aun le aconsejamos varias veces que contrajese matrimonio. Pero él respondía siempre a nuestra s palabra s con una sonrisa infinitamente delicada y triste, una sonrisa que no he vuelto a ver en otra boca humana y que le daba a su faz un irresistible encanto impregnado de vaga melancolía...

Aquel desasimiento de todo afecto femenino y la rigurosa castidad en que vivía nuestro amigo—castidad que fue muchas veces objeto de glosas y aun de pullas por parte de algunos calaveras de nuestra alegre comparsa juvenil—, dieron pie a que se formasen en torno de la personalidad de Luis de Guevara las más absurda s leyendas. A la propagación de ellas, fuerza de confesarlo — contribuyeron en gran parte los versos de nuestro amigo, en los cuales parecía revivir la inspiración cabalística del poeta brujo Estanislao de Guaita, y un vago rumor de que Luis estaba entregado a las ciencias herméticas. Sea lo que fuere, era evidente para todos nosotros que en la vida íntima de nuestro amigo había un misterio que pugnábamos por descifrar. Más ¿cómo conseguirlo? Luis de Guevara, por coquetería de gran señor, rehuía siempre hablar de sí mismo, y ninguno de sus familiares podía ufanarse de haber descorrido el espesísimo velo que ocultaba su existencia a las miradas indiscretas.

Al fin, sin embargo, un insólito y conmovedor episodio vino a ponerme en posesión de la ansiada clave del enigma: una joven célebre por su belleza e hija de un conocido banquero, enamoróse de Luis con una de aquellas pasiones fulmíneas que cambian el curso de toda una existencia. Confidente de uno y otra, tocóme ser testigo del afecto puro y ardiente de ella y del despego compasivo de él. Todo el mundo conoce el desenlace de esa triste historia: la joven desesperóse al ver que su amor no era correspondido y fue a ocultar su desdicha en un convento. Por lo que atañe a mi amigo, era un ser demasiado noble para no sentir el punzante dolor de haber causado— aunque involuntariamente—la desventura de un corazón de mujer. Cierta vez en que yo,—sin sospechar que la lastimaba en lo más íntimo de su alma—le dirigía afectuosos reproches por su dureza, miróme largamente, y con una expresión de solemnidad que nunca le había conocido:

—¿Quieres saber—me dijo—la razón de lo que tu llamas mi ¡crueldad? Ven el domingo por la noche a mi casa, y te la diré. Pero antes has de jurarme que, hasta después de mi muerte, no dirás una palabra de lo que voy a revelarte.

Se lo juré, y nos despedimos para no volver a vernos hasta la noche de la cita. A la hora convenida, apersonóme a la vivienda de mi amigo. En la puerta, esperaba un sirviente que me condujo a un vasto salón octagonal cuyos muros estaban cubiertos de ricos tapices de terciopelo negro brochado de oro, y alumbrado por una enorme lámpara de bronce, de aspecto eclesiástico, cuya dudosa claridad les daba a las cosas no sé qué vaguedad de fantasmas que acechasen en la sombra. Suspendido de uno de las muros, y enmarcado de ébano, veíase el retrato de una joven, casi de una niña de catorce o quince años y de tan prodigiosa belleza, que durante largo rato nopude separar los ojos del lienzo. Pintada de tres cuartos, bajo la copiosa cabellera rubia, castamente partida en dos sobre la frente angelical, diseñábase el fino perfil, evocador de esas antiguas medallas siracusanas que guardan en su periferia la armonía de una faz de virgen. Mas lo que más pasmo causóme por la sobrenatural expresión de vida que irradiaba de ellos fueron los ojos-, unos ojos llenos de luminosidades de inocencia y de esa conmo precoz melancolía que suele advertirse en la mirada de los que un pensador moderno llama los "prevenidos"; de los seres que llevan en el espíritu el presentimiento confuso de que han de morir temprano...

—Muchas veces—empezó Luis con esa voz de timbre armonioso y como velado por una sordina que era uno de sus más irresistibles encantos—muchas veces mis amigos me han preguntado el motivo de que yo, en plena juventud, rico y heredero de un nombre preclaro, huya del amor y viva como un cenobita en la soledad de esta vieja mansión. Y en realidad esa conducta sería absurda y revelaría cuando menos una misantropía incurable, si no estuviese respaldada por una razón profunda. Desgraciadamente, la que inspira mis actos es de un género tal, que si la diese al vulgo me motejaría sin duda de loco o de visionario. Por eso la he guardado con cautela, y sólo la triste circunstancia que todos conocen, me obliga a depositarla en el corazón de un amigo leal.

Héla aquí. Como tú sabes, me eduqué en la Universidad de Oxford, donde permanecí hasta los diez y ocho años, repartiendo mi tiempo entre el estudio y los deportes físicos, a los que tenía grande afición, a pesar de que siempre he sido de mí un tanto indolente y contemplativo. Ese peculiar matiz de mi carácter acentuóse con la estada en un país norteño y brumoso en que todo parece convidar ¡a la inacción y al ensueño. No lejos de la Universidad y en un ameno ribazo—adonde solía prolongar mis excursiones de estudiante con un texto de Homero bajo el brazo,—vivía en una risueña casita de campo, rodeada de venerables castaños, un anciano pastor protestante, viudo y con dos hijas. Aquel hogar me hacía recordar siempre, por sus virtudes puritanas y sencillas, los tiernos idilios patriarcales del libro de Goldsmith. De las muchachas, la mayor llamábase Betsy, la menor Lea, y ambas eran hermosas, con esa hermosura hecha de rosas y leche de las jóvenes de raza britana. Gracias a esa inocente familiaridad que existe en Inglaterra entre los adolescentes de uno y otro sexo, híceme pronto amigo de ellas y solía acompañarlas en sus largos devaneos por los campos vecinos. Vestidate con delgadas muselinas y tocadas con enormes sombreros de paja adornados con ancianos y amapolas, difundían en torno suyo no sé qué hálito de frescura y juventud. La belleza de Lea era menos llamativa que la de su hermosura, pero en cambio tenía un hechizo de suavidad y melancolía que faltábale a la de Betsy. Esa discrepancia acentuábase en los caracteres: al paso que la mayor era aficionada a los deportes, a los atavíos y a la danza, la menor huía de la sociedad y agradábala pasar el tiempo en el retiro de su hogar entregada a la música, a la lectura de los versos de Wordsworth y demás poetas laquistas—que eran sus bardos predilectos—o simplemente a sus sueños, como si ningún halago terreno la llamase la atención. Ignoro si fue cierta conformidad de gustos e ideas lo que unió nuestras almas, pero lo cierto es que nos amamos con todo el fervor y la ingenuidad del primer cariño, con un culto tanto más hondo y casto cuanto no necesitaba palabras para expresarse. El pastor acabó también por cobrarme afecto y me ofreció su hogar, donde tuvimos inolvidables reuniones, muchas de ellas dedicadas a la lectura. Recuerdo que Lea y yo nos complacíamos en charlar acerca de la filosofía espiritualista y de las novísimas investigaciones de la ciencia metafísica respecto de ese más allá de la tumba, de ese país de la eternidad y el misterio de donde—según la expresión de Shakespeare—no volvió jamas ningún viajero... Lea tenía una certidumbre absoluta, casi infantil, no sólo en la supervivencia del alma sino también de lo que Leibnitz llama principium individuationis y esta creencia colmaba su corazón de alborozo, porque— decía—nuestro amor no acabaría aquí en la tierra y se perpetuaría en mundos más felices y hermosos.

Cierto día, al llegar a casa del pastor advertí en la actitud de los criados una ansiedad que puso en mi corazón un atroz presentimiento. Cuando penetré al salón en que se hallaban el anciano y Betsy, ambos con los ojos llorosos, ya sabía la tremenda verdad. Lea había sido víctimla de un síncope, y el pañuelo con que se enjugara la boca estaba manchado de sangre... Las palabras que uno de los criados me susurrara al entrar vibraban todavía en mi cerebro como un eco fatídico.

—¡El mismo mal que mató a la madre en la flor de la vida!

A fuerza de solícitos cuidados, sin embargo, logróse volver a la enferma un poco de fuerza vital.

Pero las rosas desaparecieron de sus mejillas, y su cuerpo se tornó tan diáfano y ligero que la luz parecía pasar a través de él. Cuando llegaba a sonreír, su sonrisa melancólica y lejana era la sonrisa de los que ya nada esperan de la vida. Cierto día en que se paseaba apoyada en mi brazo por el jardincito de la casa paterna, y en una dorada tarde de otoño en que todo parecía armonizar delicadamente con su belleza, ya sublimada por la aproximación de la muerte, me dijo con una voz tan musical y profunda que me hizo estremecer:

—¿Verdad que no me olvidarás? Pero no, eso es imposible, porque yo estaré a tu lado continuamente aun deispués de irme, como una esposa fiel. Las puertas de ls tumba prevalecerán contra nuestro amor.

Cubrí de besos y de lágrimas sus manecitas pálidas y respondía a sus palabras con una mirada que era más que un juramento... Días después, la boca que me las dijera, estaba sellada por el sello infrangible de la muerte!

No sé cómo tuve energía para resistir al formidable golpe. Después de haberla acompañado hasta su postrer morada, y de haber orado largo rato sobre la tierra que cubría sus despojos, retorné a la Universidad, encerréme en mi aposento y díle rienda suelta a mi desesperación. Mi sólo compañero era un gato de Angora, de sedoso pelaje blanco y de ojos de esmeralda estriados de oro, que Lea me había regalado recién nacido y que me servía de distracción en mis largas veladas de estudiante.. Con un ronroneo muy suave restregóse contra mis piernas, y luego, como si lo sorprendiese mi inacostumbrada actitud triste, clavó en mí sus pupilas, en que se revelaba un alma rudimentaria pero quizás inteligente. La noche iba entrando, un criado penetró en la estancia, encendió la lámpara colocada sobre mi mesa de estudio y volvió a salir silenciosamente, cerrando la puerta tras sí...

Agobiado por amargos recuerdos, me sumí en la lectura de mis textos con el propósito de buscar en el estudio un instante siquiera de olvido a mi desventura. En esa actitud, sombría y meditabunda, me sorprendió la media noche. Hasta mis oídos llegaron, en alas de la brisa, las campanadas del caduco reloj de la Universidad. Aquel tañido crispante y enfático evocaba ese son de los relojes de las leyendas que convocan a las brujas a sus reuniones sabíticas y anuncian la aparición de los fantasmas... No bien hubo expirado en lontananza la última campanada, cuando comencé a experimentar una impresión de indefinible desasosiego, semejante a la de quien, creyéndose solo y no habiendo percibido ningún signo revelador de la aproximación de un ser humano, siente, sin embargo que hay alguien tras él, que lo contempla fijamente. Estaba yo en uno de aquellos instantes de acuidad hiperfísica, quizás podría decirse mediúmnica, en que nuestras antenas espirituales perciben los más tenues mensajes de lo arcano e invisible. No obstante, atribuí aquella impresión al estado de eretismo nervioso en que me hallaba y resistí a la tentación de volver la cabeza. ¿No habría sido aquello una puerilidad sabiendo, como sabía que estaba completamente solo en una habitación cerrada? Un miedo sutil, de orden metafísico, iba, sin embargo apoderándose de mí, y hubo un instante en que la misteriosa sensación de una presencia extraña cobra tal intensidad que, con un calofrío de espanto, giré la vista en torno mío... Nadie.. . Nada... Ni el más ligero rumor se escuchaba en el aposento donde las sombras de los muebles se alargaban espectralmente a la vaga claridad de la lámpara. No había nadie... Y sin embargo, la sensación de que alguien estaba cerca de mí, llegó a asumir para mi espíritu—ni yo mismo sabré decir por qué—una evidencia superior a la que procura el propio testimonio de los sentíidos. Una vez más, probé a domeñar el tumulto de mis pensamientos y a sumirme en la lectura, cuando me llamó la actitud de mi gato de Angora. Sentado sobre las, patas traseras, en actitud esfíngica, clavaba con inquietante tenacidad sus ojos de fósforo verde en un punto de la estancia. ¿Qué veía el animal brujo? ¿Qué fantasma, invisible para mí atraía sus ojos noctílucos, habituados a horadar las tinieblas de la noche? A todas estas interrogaciones obsesionantes, mi espíritu respondía con un nombre, un nombre adorado que ni siquiera me atrevía a prenunciar: Lea!... Lea!.. . Lea!

Desde aquella trágica noche, no he dejado de sentir ni un sólo instante la obsesión de esa compañía invisible. Es algo como un perfume que, sin ocupar sitio, llena todos los lugares en que me hallo. Al principio, creí ser juguete de una de aquellas alucinaciones que se observan en los seres demasiado sensitivos y nerviosos. Pero con el tiempo, se impuso a mi espíritu, con irresistible imperio, la certeza de que un ente angélico me acompaña en cada uno de los pasos que doy sobre la tierra: la certeza de que el amor puede triunfar sobre la muerte. Hé ahí por qué vivo aparentemente solo y por por qué me son indiferentes las pasiones terrenas.

Mi amigo hizo una pausa y clavó los ojos en el retrato enmarcado de ébano. Luego, volviéndose hacia mí y colocando en mi hombro su diestra fina y larga, susurró a mii oído con una voz llena de misterio:

—Ahora mismo, ella se encuentra aquí, a mi lado.

Involuntariamente, giré los ojos en torno mío, pero no vi ni escuché nada... No obstante, me pareció que, bajo el fulgor mortuorio de la lámpara de bronce, la virginal figura perpetuada en el lienzo por el sortilegio del arte, cobraba una vida sobrenatural...

Estremecido por un hálito de misterio, le tendí la mano a mi amigo, y sin pronuinciar una sola palabra, salí de la solitaria mansión.

Años después, supe que Luis de Guevara había miuerto en tierras lejanas.

Extraído de "Historia natual de los fantasmas. Crónicas y Supersticiones de Santa Fé de Bogotá" Ediciones Colombia.

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