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Julia de Asensi

"Drama en una aldea"

Biografía de Julia de Asensi en Wikipedia

 
 
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Drama en una aldea
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El coco azul
Las buenas hadas
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Junio. La noche de San Juan
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I

Por tercera vez había sido elegido alcalde del lugar Pedro Serrano; no había en el país hombre más recto ni más honrado que él. No se mezclaba en asuntos ajenos, no sostenía discusiones políticas, no deseaba el menor daño al prójimo, pero cumplía siempre con su deber, aunque se tratase de castigar a su amigo más íntimo si este cometía una falta. Era viudo y no tenía más que una hija, una hija de quince a diez y seis años. Vivía además en compañía de una hermana suya, Romualda Serrano, viuda de Trujillos, que había servido de madre a su sobrina.

En la época en que empieza esta historia, el buen alcalde se hallaba seriamente preocupado; habíase levantado por allí una partida, se ignoraba si de hombres políticos o de malhechores, que había saqueado los pueblos inmediatos con el objeto de reunir fondos y llamar gente, y si bien es verdad que dicha partida había sido disuelta, que casi todos los que la componían se hallaban prisioneros, faltaba el jefe, el único que sabía el móvil que había impulsado a aquel puñado de valientes o de codiciosos a tomar las armas. A ellos se les había dado dinero ofreciéndoles mucho más para después de la pelea; al capitán debían haberle prometido algo mejor. El jefe no había podido salir de España, ni aun de la provincia; se ofrecieron recompensas a quien le prendiera; el mismo Pedro salía por mañana y tarde de su morada para buscar al enemigo; todo en vano, nadie le daba razón de él.

Vivía el alcalde a un extremo del pueblo, en una casa antigua y espaciosa, compuesta de dos pisos y una torre que tenía salida a una azotea. La fachada principal daba a la única calle, larga y ancha con edificios bonitos y modernos a derecha o izquierda, empedrada y limpia; la otra al jardín cuya terminación se perdía en el monte.

Pedro Serrano había buscado un hábil jardinero para cuidar las flores, que eran el encanto de su hija, y las había allí de todos los países y de todos los géneros, ya cultivadas al aire libre, ya encerradas en estufas que parecían palacios de cristal. Fuentes y estatuas adornaban plazoletas graciosas o alamedas extensas, miradores y kioscos embellecían los centros o los ángulos de otras calles, y una ría de agua clara y serena cortaba la posesión, pareciendo una cinta de plata, en la que se deslizaban blancos cisnes y peces de colores. Al otro extremo del jardín, o sea en la parte más lejana a la casa, se levantaba un edificio de un solo piso, pequeño y descuidado, que servía para guardar objetos de jardinería en unas habitaciones y en las otras trigo o algún producto de las huertas que también poseía el alcalde. Hacia allí no iban nunca Romualda y su sobrina y a eso sin duda debía atribuirse que estuviese la casa tan ruinosa y aquel lado del parque tan mal cultivado creciendo la hierba por sus calles. Pedro Serrano era muy rico, su morada estaba suntuosamente alhajada, en el cuarto de su hija sobraban los muebles de lujo y los objetos de arte. Sin la intervención de Romualda, que era muy devota, las habitaciones de la niña hubiesen sido un pequeño museo, pero la viuda las había llenado de piadosas imágenes de mérito dudoso o nulo, colocando algún cuadro de santos, de colores demasiado vivos, al lado de preciosos grabados y bellísimas acuarelas. Romualda desde que quedó viuda, no había tenido más deseo que el de encerrarse en un convento y su único afán era guiar a su sobrina por aquel camino para que algún día entrase con ella en el claustro. No se sabía si la joven tenía vocación o no, pero su tía se fundaba en lo primero porque no era amiga de galanteas ni amoríos, habiendo despreciado a algunos muchachos del pueblo que, a pesar de sus pocos años, le habían declarado su pasión, dedicándole serenatas con canciones alusivas a ella, que solo habían inspirado risa o lástima a la hija del alcalde. Cecilia, que así se llamaba esta, era una muchacha alta, esbelta, hermosa, con cabellos y ojos negros, bellas facciones, tez blanca y algo pálida. Vestía siempre con elegante sencillez, y las otras jóvenes del lugar la contemplaban con envidia. Hubiese parecido tímida o indiferente sin el fuego de su mirada que se fijaba con insistente curiosidad en los seres que la rodeaban; por lo demás hablaba poco, no discutía nunca, ni contrariaba jamás a su padre y a su tía.

Era una tarde del mes de junio; Pedro había salido después de comer, en busca del fugitivo. Romualda y la niña se hallaban sentadas bajo el emparrado haciendo cada una su labor. La tía, que era fea, de corta estatura y vista más corta todavía, llevaba gafas y acercaba a sus ojos la costura para ver por donde metía la aguja, la sobrina trabajaba con alguna distracción porque su pensamiento estaba muy lejos de allí.

–¡Cuánto tarda tu padre! –exclamó la viuda–. Temo que cualquier día le pase un percance por alejarse tanto del lugar. Figúrate que llega a descubrir el paradero de ese bandido a quien persigue, que este va armado ¿qué ha de hacer sino intentar matar a Pedro para que no le encierre en una cárcel de la que saldrá para ser fusilado?

–¿Y qué ha hecho ese hombre para que quieran cazarle como a una fiera? –preguntó Cecilia–. ¿Cuál es su delito?

–¿Se sabe acaso? Si es un ladrón...

–Ya se ha dicho que no –interrumpió la joven–, su falta no es esa, dicen que se trataba de un asunto político.

–Entonces será que no estaría conforme con el gobierno y querría sublevarse contra él. Esto ha pasado con frecuencia en nuestro país.

–¿Y quién ha tenido razón?

–Unas veces los unos y otras los otros.

–¿De modo que sería posible que ese hombre no fuese un malvado?

–Si hubiera vencido hubiese sido un héroe; como ha perdido es un criminal. Tu abuelo, o sea mi padre combatió en tiempo del rey José contra él, y para salvar su vida tuvo que emigrar. De la India trajo después las grandes riquezas que posee tu padre y las que yo tenía que en mal hora derrochó mi marido (que en paz descanse) en poco tiempo. No te cases nunca, Cecilia; los hombres no suelen ser buenos y el que mejor parece de novio es el esposo peor.

–No me casaré, tía, ya se lo he dicho mil veces a mi padre.

–¿Y qué opina de tu resolución?

–Me ha dicho que tiene que hablar con V. sobre ello.

–Espero acabar de convencerle, si no lo está ya, de que lo que a ti te conviene es venirte al convento conmigo, dentro de algunos años.

El reloj de la iglesia dio las cuatro y Romualda dijo al oírlo, a Cecilia:

–Dentro de media hora empieza la novena a San Pedro; ve a vestirte y tráeme el manto y el rosario cuando vuelvas hacia acá.

La joven recogió su costura y se dirigió lentamente a la casa para obedecer las órdenes de su tía.

II

Un cuarto de hora después llegó Pedro. Romualda le saludó con cariño, y el alcalde ocupó la silla de su hija.

–¿Qué hay de nuevo? –preguntó la viuda.

–Nada, siempre igual –contestó Serrano de mal humor–; no sé dónde se mete ese hombre y tengo decidido empeño en hallarle; preciso es que le oculte alguno en la aldea para que no pueda dársele alcance, pero ¡ay! del que sea; seré tan inflexible con el fugitivo, como con el que le esconda en su morada, el que esto haga se ha de acordar de mí, así lo he dicho a toda la gente de este pueblo que me ama tanto como me teme. He prometido una buena recompensa a quien me entregue al culpable. De Madrid me escriben que no le deje escapar, España entera está pendiente de lo que ocurre en este pobre rincón, y sería deshonroso que defraudase las esperanzas de tantas personas importantes que ahora confían en mi celo y en mi lealtad.

–Con tal que no te cueste caro –murmuró Romualda.

–No hay peligro, nada me pasará, Dios vela por mí porque os hago mucha falta a ti y a Cecilia. Y a propósito de mi hija ¿qué hace que no sale a mi encuentro?

–Está vistiéndose para ir conmigo a la parroquia.

–Hermana, yo no me opongo a que la niña rece y cumpla con todas las prácticas religiosas, pero me parece que le infundes ciertas ideas que no son de mi agrado. No la eduques para el convento; es mi único consuelo, quiero verla feliz y establecida en este lugar.

–¿Con quién vas a casarla?

–Tengo ya formado mi plan. Un sobrino de mi mujer, muchacho bueno y aplicado, ha terminado su carrera en la corte y le he convidado a venir una temporada conmigo. Si le agrada, este será su esposo. ¿Piensas que he pasado mi vida economizando y aumentando el capital que mis padres me legaron, para que lo hereden unas monjas? No ciertamente. Cuando recorro la aldea y veo las bonitas casas que a mi costa han construido y que tengo alquiladas a las personas de más importancia de la población, no digo: «Todo es mío» sino, «todo esto es de mi hija». Cecilia será dueña y señora de la aldea, una reina aquí, donde la aman con ternura, porque la mayor parte de los habitantes la ha visto nacer. Viviremos todos reunidos, tú su segunda madre, el joven matrimonio, mis nietos, si el cielo les concede hijos, y yo. Daremos envidia al mundo entero por nuestra dicha tranquila y nuestro bien estar. No saldremos de este pueblo ¿para qué? ¿Qué le importa a Cecilia lo que hay más allá de esos montes donde crecen aromáticas hierbas y sencillas flores? Este será nuestro paraíso, yo no seré alcalde para llevar una vida menos azarosa, me dedicaré por completo a las faenas del campo y mi yerno me ayudará. El muchacho llegará acaso esta tarde, inútil es decirte que le acojas como si fuese sobrino tuyo; en cuanto a Cecilia, acostumbrada a ver a los jóvenes de aquí tan torpes, tan mal educados, recibirá con agrado y con júbilo a un primo cortesano que le dirá cuatro frases galantes de esas que enloquecen a las chiquillas.

–¿Sabe ya su próxima llegada?

–No, le reservo el placer de la sorpresa.

–Celebraré que lo sea. Pedro, hay en Cecilia algo que me extraña y que me asustaría si no supiese que su alma no vuela más que hacia el cielo y que todo lo terrenal le parece triste y mezquino. Tu hija, educada exclusivamente por nosotros, viendo satisfecho hasta su menor capricho, se muestra retraída, carece de contento y de expansión, no tiene una amiga, no nos hace la más pequeña confianza, todos ignoramos lo que siente y lo que piensa. He consultado sobre ello a mi confesor y está conforme conmigo, la niña no es para el mundo, es preciso dejarla que sea religiosa.

–Si insistes en eso Romualda, la separaré de ti. Tú eres quien la hace poco expansiva, tú la que le arrebatas la alegría y el bienestar. Cecilia ha nacido como yo para la familia, para los goces del hogar doméstico; a fuerza de predicar a la pobre criatura sobre la obediencia filial has hecho que me tenga más respeto que cariño.

Los dos hermanos hubiesen acabado por incomodarse formalmente si no hubiera llegado Cecilia con oportunidad para terminar la cuestión. Al ver a su padre corrió a su encuentro, le besó en la cara y en la mano, luego entregó a su tía el manto y el rosario y esperó a que esta diese la orden de partir.

–¿Qué tal has pasado el día? –preguntó Pedro a la joven.

–Bien –contestó ella–; he andado más que otras tardes por el jardín, he cogido flores, me he columpiado...

–¿Y has estudiado el piano?

–No.

–¿Has leído?

–Tampoco; no me gusta leer, los libros son muy aburridos.

–¿Qué libros?

–Los que me presta tía Romualda.

–¿Y la música tampoco te agrada?

–La música que me proporciona mi tía, no.

–Ya te buscaremos otros libros y otras piezas mejores.

–Vamos niña –dijo la viuda–, ya han dado dos toques y no llegaremos a tiempo a la novena si te entretienes.

Cecilia se despidió de su padre y siguió dócilmente a su tía. Pedro Serrano quedó solo en el jardín.

III

El alcalde se sentó primero, se paseó después, había contado con que pasaría aquella hora con su hija y su hermana y su ausencia no podía menos de contrariarle. Felizmente, al poco rato un criado vino a anunciarle la llegada de su sobrino y Pedro se apresuró a ir a la casa donde le aguardaba el joven. Este se llamaba Lorenzo Henares y había acabado la carrera de leyes. Hacía bastantes años que Serrano no había visto a su sobrino, que contaba veintidós, y acaso no le hubiese conocido a no saber su regreso al lugar. Lorenzo no tenía una hermosa figura, su fisonomía era franca, dulce, simpática, pero no bella, su estatura mediana, su inteligencia clara si no superior, su carácter bondadoso, su desinterés grande, su conducta intachable. Era el yerno que convenía a Pedro, tan celoso de la ventura de su hija; lo único que faltaba era que los jóvenes se comprendieran y se amasen. El alcalde habló mucho de Cecilia, enseñó a su sobrino media docena de retratos en fotografía, hechos por un artista que estuvo de paso en el lugar, le dijo que la joven era buena y sencilla y se la mostró, si no tal como era, así como él la imaginaba, porque nada era más difícil de entender y de definir que el carácter de aquella niña tan mimada, tan querida y al propio tiempo tan ignorante de los sucesos de menos importancia de este mundo. Lorenzo le escuchaba con atención y con interés. Su tío le enseñó luego la casa, el jardín en la parte en que se hallaba bien cultivado, le habló de las mejoras que pensaba introducir en él poniendo aquí una fuente nueva; haciendo allá un mirador, agrandando el gallinero y el palomar, arreglando un establo, echando abajo el edificio ruinoso que se veía a lo lejos para levantarle otra vez con el objeto de que sirviese para habitaciones de los jardineros que las tenían fuera de la posesión. Así se pasaron dos horas. Al cabo de ellas volvieron a la casa donde a los pocos minutos entraron Romualda y su sobrina. Era ya completamente de noche y el alcalde había dado la orden de que se encendiesen las luces. Al vivo resplandor de ellas se conocieron Lorenzo y Cecilia. A él le pareció la niña admirablemente hermosa, ella le encontró feo y poco simpático. Cenaron juntos; la joven no habló casi nada, el primo tampoco, porque se hallaba visiblemente turbado en su presencia. Después de cenar pasaron a la sala donde tocaron el piano Cecilia primero, Lorenzo enseguida. Era él un artista bastante notable y Cecilia al oírle ejecutar algunas piezas se reconcilió algo con su primo que tan repulsivo le había sido al pronto. A las once se retiraron a sus habitaciones donde no tardaron en dormirse Pedro y Romualda. Lorenzo se acostó para pensar en su prima, que le había hecho profunda impresión. En cuanto a Cecilia, abrió una de las puertas que daban al jardín y salió a este contemplando extasiada las bellezas de una serena noche de luna. ¿En qué pensaba? No era seguramente en Lorenzo. Al dar las doce el reloj de la parroquia, cuando comprendió que todos descansaban en su vivienda, entró de nuevo en su alcoba, sacó de un armario varias provisiones que tenía allí guardadas, las puso en una cestilla que colgó de su brazo, salió por segunda vez al jardín, entornó la puerta para que pareciese estaba cerrada, y mirando con recelo a todas partes se encaminó rápidamente hacia el ruinoso edificio donde no se veía luz ni señal ninguna de estar habitado. Cerca de allí llenó en una fuente una botella de agua clara y cristalina, sacó después una llave que llevaba oculta en su pecho, abrió la pieza, donde más adelante había de encerrarse el trigo y penetró en ella con resolución. Un hombre se dirigió hacia la joven: era alto, hermoso, con cabellos y ojos negros y poblada barba; representaba unos treinta años y su traje roto y empolvado le daba un aspecto extraño, haciéndole semejarse algo a un bandido.

–¿Has traído una luz? –preguntó dulcemente a la niña.

–No señor, no me he atrevido –contestó ella–. Las ventanas cierran mal y pudieran ver la claridad que por ellas saliese algunos vecinos, llamando la atención de mi padre.

–¡Siempre en tinieblas! es decir, siempre no, ayer y hoy he visto el sol puesto que he podido contemplarte.

–Aquí tiene V. las provisiones ofrecidas, cene V. caballero.

Él se sentó en un escalón de piedra y comió con el apetito natural de quien no ha tomado ningún alimento en veinticuatro horas.

Estas hacían que aquel hombre se hallaba allí. La noche antes, Cecilia había salido como era su costumbre a pasearse durante aquellos momentos de silencio y de soledad. Una sombra había aparecido ante ella de pronto. La niña iba a gritar pidiendo socorro, cuando el supuesto fantasma dijo:

–Mujer, quien quiera que seas, ten compasión de mí y no me pierdas. Si gritas serás la causa de mi muerte porque me persiguen como a un malhechor, siendo inocente, y no tardaré muchos días en ser fusilado. Si me ocultas, Dios te premiará tu buena acción, porque en pasando algún tiempo podré huir con facilidad para alejarme por siempre de esta ingrata tierra.

–¿Quién es V.? –preguntó Cecilia temblando.

–Soy el jefe de la partida disuelta; hace unos días que me escondo en el monte y la casualidad, si no quieres que sea la Providencia, me ha traído aquí. ¿Y tú quién eres, niña?

–Cecilia, la hija del alcalde Pedro Serrano.

–¡La hija del alcalde! –repitió con temor–, entonces estoy perdido. No lo siento por mí, sabré morir con valor y resignado, pero averiguarán mi nombre, lo cubrirán de ignominia, y mis ancianos padres morirán de vergüenza y de dolor. No intento más huir, es inútil, llama a tu padre, niña, dile que vengo a entregarme a él.

Cecilia meditó un momento y al fin murmuró:

–Voy a salvar a V. Sígame.

No quería tener aquella mancha sobre su conciencia; no podía delatar al que había empezado por declarar que era inocente. Le condujo a aquel ruinoso edificio, le ofreció por lecho lo único que allí había, un montón de paja, le prometió provisiones para la noche siguiente, le encerró quitando la llave que siempre estaba puesta, y se alejó preocupada y temerosa, sabiendo que faltaba a su padre al amparar al forastero, pero sin decidirse a declarar a aquel nada referente a suceso tan singular.

IV

–Siéntate a mi lado, niña –murmuró él después que hubo cenado–. Desde anoche no he cesado de pensar en ti y esto ha hecho menos amargas las tristes horas que he pasado sin luz, sin aire, casi exánime de hambre y de sed. Eres muy bella, ya lo sabrás sin duda ¡te lo habrán dicho tantos! Hay algo en ti de la Ofelia o la Julieta de Shakespeare. ¿Conoces esas historias?

–No señor.

–Pues yo te las contaré.

Refirió el misterioso personaje a la niña lo más interesante que encierran los dramas aquellos del célebre poeta inglés, los amores de las sencillas jóvenes con Hamlet y Romeo.

–¿Y eso está escrito en algún libro? –preguntó ella después que le oyó embelesada.

–Sí, Cecilia.

–¡Y yo que le decía a mi padre que no me gustaban los libros!

–Si algún día puedo proporcionártelos los leerás.

–Así lo espero; V. se salvará, desde anoche no he cesado de pedírselo a Dios.

–¿Y por qué? Tú no me conoces ¿a qué interesarte por mí? No sabes mi nombre, ni mi historia, el mundo me llama criminal.

–Sí, pero mi tía me ha dicho que puede V. ser un héroe.

–Sabe tu tía acaso...

–No, nada, pero me ha hablado hoy del hombre a quien tanto persigue mi padre.

–¿Y no le atacaba?

–Es incapaz de culpar a nadie.

–Mi estancia en esta casa, niña, no podrá prolongarse mucho; con ella acaso te comprometes y si algo te sucediera por mí no me consolaría. Jamás. Sé que el día de San Pedro hay en este lugar grandes fiestas, tanto por celebrarse el santo del alcalde como por ser el patrón del pueblo. Vendrán forasteros, todo el mundo se divertirá y si yo encontrase un caballo para esa noche, huiría fácilmente. Tengo dinero con qué comprar uno ¿podrías proporcionármelo?

–Lo intentaré.

–Dios te lo premiará, eres mi ángel bueno; el cielo te hizo tan bella como virtuosa.

–Caballero es tarde, tengo que retirarme, mañana volveré. En la cesta hay aún algunas provisiones, guárdelas para tomar algo durante el día, pues hasta estas horas no podré venir.

–No me olvides, Cecilia.

La joven se lo prometió, y lo que es peor, cumplió más de lo que había ofrecido. Durante todo el día no cesó de pensar en él.

Su padre y su tía al verla preocupada creyeron que era por la llegada de Lorenzo, y el alcalde que no cabía en sí de gozo, empezó a hablar de la proyectada boda a los vecinos y la tía a desistir de ir al convento puesto que su sobrina no había de acompañarla ya.

Cecilia siguió yendo por las noches a ver al forastero, este se mostraba cada vez más afectuoso con ella; ella sentía que abrasaba su pecho la llama del amor. Le refirió su historia al cuarto día.

–Soy hijo de padres nobles y honrados –le dijo–, tengo un corazón ansioso de aventuras y esto me hizo separarme de ellos cuando era muy joven. Partí a América con un célebre emigrado español; con él aprendí a conspirar, por él anhelé combatir. Teniendo franca entrada en mi patria, deseando ver a mi protector ocupar uno de los más altos puestos, de acuerdo con otros conspiradores, levanté en la provincia una partida, debiendo apoyarme los amigos con otras muchas. Varias no se organizaron, hubo una contraorden para la sublevación, que recibí demasiado tarde, y por falta de gente fuimos derrotados. Ya conoces lo demás. He venido aquí y por ti he olvidado mis sueños de gloria, mi ambición de triunfo, todo en fin. ¿Sabes cuál sería hoy mi bello ideal? Vivir contigo en un rincón de la tierra, solos como ahora, pero sin temores, sin penas y sin sobresaltos, poder darte mi nombre, hacerte feliz. Aquí, Cecilia hermosa, no te veo, te adivino y desearía admirarte, oírte y hablarte a todas horas. ¿Qué será de mí cuando me aleje de esta tierra? Ya no te hallaré más en mi camino, porque no podré volver a España. Estoy condenado a emigrar siempre, amando tanto a mi patria.

Aquella noche no dijo más; a la siguiente propuso a la niña que huyese con él.

–Más allá de esos montes –murmuró–, hay un mundo que tú no conoces ni has soñado jamás. Aquí está la tranquilidad de la aldea, allá el bullicio de las grandes ciudades, aquí la muerte, allá la vida.

Mucho más habló el forastero; lo hizo con el acento del verdadero amor, con fuego, con entusiasmo, y la niña inocente e ignorante de cuanto pasaba en el mundo, se dejó arrastrar por aquellas apasionadas frases y en un momento de locura o de delirio se comprometió a partir con él.

–Mañana –le dijo ella al retirarse–, un caballo te esperará a la puerta de esta habitación.

–Bien –contestó él–, pero no olvides que no huiré sin ti y que me entregaré a tu padre si no vienes.

Hacía seis días que el joven se hallaba oculto en casa del alcalde, al siguiente era San Pedro, cuando debían celebrarse las fiestas. Aquella noche Lorenzo, que como todo enamorado dormía poco, había salido al jardín algunos minutos antes que su prima. Cuando esta llegó, temiendo disgustarla, se ocultó para contemplarla un instante y grande fue su asombro al divisar a Cecilia que con la cestilla llena de provisiones se dirigía hacia la parte más sola y descuidada de la posesión. La siguió a alguna distancia y la vio entrar en el ruinoso edificio. Como el forastero no podía encender luz por la prohibición de Cecilia, esta dejaba siempre la puerta abierta, así es que Lorenzo pudo escuchar toda la conversación de los amantes. Su primer impulso fue llamar a Pedro y contarle lo que había oído, pero pensó en la pena que causaría con eso a su tío y decidió pedir consejo a la almohada antes de dar un escándalo. Tiempo había de parar el golpe en aquellas veinticuatro horas. Entró en su alcoba y esperó a la ventana la vuelta de Cecilia. Esta llegó poco después caminando lentamente, con la cabeza inclinada sobre el pecho.

No miró siquiera a la fachada de su casa, así es que no sospechó que un hombre, el mayor de sus enemigos entonces por lo mismo que la amaba y estaba celoso, conocía el proyecto de su fuga del hogar paterno donde era tan querida, con un aventurero sin nombre y sin fortuna.

V

Las fiestas de San Pedro fueron notables aquel año: función de iglesia con sermón y música por la mañana, rifa en la plaza después, procesión por la tarde, baile público y fuegos artificiales por la noche. Para el día siguiente se anunciaban novillos que debían lidiarse en un corral. El alcalde había de presidir todas las fiestas y presentarse en ellas su hija lujosamente ataviada. Una comisión de lo más escogido de la aldea fue temprano a felicitar a Pedro Serrano por ser su santo, siendo recibida con afable cordialidad por el padre de Cecilia. Esta le había dado un pañuelo bordado por ella, Romualda una relojera, los vecinos todos obsequios que no por ser humildes habían sido recibidos con menos júbilo. Lorenzo no sabía cómo y cuándo hablar a su tío y entre tanto el día iba pasando, se aproximaba la noche y el joven veía con terror que no podía decir a Pedro el peligro que a todos amenazaba. Cecilia y su primo habían presenciado juntos todas las fiestas, ella estaba más preocupada que triste, él no había pronunciado ni media docena de palabras con gran descontento de Romualda que decía:

–Estos muchachos educados en la corte no encuentran bien más que lo que ven en Madrid; este pobre Lorenzo está mortalmente aburrido y no se atreve a confesarlo.

En casa de Serrano hubo numerosos convidados que se sentaron a la mesa a las siete de la tarde. Cecilia comió al lado de su primo. Todos parecían haber olvidado al jefe de la sedición, cuando al servirse los postres, el secretario del Ayuntamiento se levantó y con la copa en la mano dijo:

–Brindo, señores, por nuestro querido alcalde, por su encantadora hija, su excelente hermana y sobrino, por todos los presentes y también porque tenga Serrano la gloria de capturar al malvado que alteró la paz de esta comarca.

Todos aplaudieron, todos brindaron, excepto Cecilia que pálida y temblorosa había oído con profundo terror las últimas palabras del secretario.

Acabó la comida, salieron del comedor y Serrano dijo a Lorenzo:

–Ve a ver los fuegos artificiales con Romualda y tu prima. Yo me quedo con estos amigos y me reuniré a vosotros luego.

–Tío –murmuró el joven–, quisiera antes hablar con usted.

–En este momento no es posible; en la plaza me encontrarás después.

–¿Y si es demasiado tarde?

Antes de que respondiese Serrano, varios hombres del lugar se reunieron al alcalde para tratar de las fiestas nocturnas y Lorenzo tuvo que partir con la vieja y la niña. El joven se hallaba cada vez más impaciente; el tiempo pasaba y Pedro no venía. El reloj de la iglesia dio las once.

–Una hora más y todo se habrá perdido –se dijo Lorenzo.

Sin decir nada a su prima, se dirigió en busca de su tío. Al verle desaparecer Cecilia sonrió dulcemente; hacía rato que anhelaba verse a solas con Romualda.

–Voy a saludar a mi amiga Angelita –dijo a la buena señora.

Esta no se opuso, la joven se alejó y al llegar a un paraje desierto echó un abrigo sobre sus hombros, para que no llamase la atención su vestido de seda de color claro, y por caminos extraviados se dirigió a su casa que encontró desierta, porque todos los servidores se hallaban en la función. Entró por el jardín del que tenía una llave, sacó de la cuadra el mejor caballo que encontró, y trémula, palpitante el corazón, fue al ruinoso edificio donde el misterioso caballero la aguardaba impaciente.

–Dios te premie lo que por mí haces niña –murmuró él.

Montó a caballo y viendo que Cecilia vacilaba en seguirle, la cogió en sus brazos.

–¡Mi padre, mi pobre padre! –exclamó ella derramando lágrimas.

–Yo te daré más amor que él.

En aquel momento sonaron a lo lejos doce campanadas.

El desconocido y Cecilia llevados por el fogoso caballo iban a internarse en el monte cuando vieron a pocos pasos un grupo de hombres armados a cuyo frente divisaron a Serrano y a Lorenzo.

–¿Ve usted, tío, como era cierto? –dijo el joven a Pedro– ¿ve usted como ella quiere huir también? Si me hubiese escuchado antes hubiéramos evitado que se reuniesen aquí. Un minuto más y no los alcanzamos.

–¡Tirad! –gritó el alcalde–, haced fuego sobre el miserable que me arrebata mi honra, mi dicha...

Los hombres no se atrevían a obedecer temiendo herir o causar la muerte a Cecilia, pero Serrano era esclavo de su deber.

–Tirad –repitió–, suceda lo que suceda. Al que vacile en obedecer le costará caro.

Se oyó una detonación, luego otra, el desgraciado padre cerró los ojos para no presenciar aquella escena.

Lorenzo vio entonces que el fugitivo se detenía un momento, depositaba en el campo a la joven y partía otra vez perdiéndose pronto en la espesura del bosque. El sobrino de Pedro y los demás hombres se lanzaron hacia aquel lugar. Cecilia se hallaba tendida en el suelo pálida e inmóvil; una bala la había herido en la espalda, otra la había matado; la infeliz joven había sucumbido para salvar a su raptor. Este ganaba terreno, ya no se oía el galope de su caballo.

–Prendedle –gritaba Lorenzo.

Todo fue en vano, el caballero huyó y esta vez para siempre.

Serrano al saber lo ocurrido no derramó una lágrima, pero su dolor mudo era más terrible que la desesperación más violenta. Todo lo había perdido aquel desventurado padre, su honor, su hija, su felicidad. Desde entonces dejó de ser alcalde, se encerró en su casa sin querer ver a nadie, ni aun a su hermana y a Lorenzo

VI

Así pasó un año, llegaron otra vez las fiestas de San Pedro y ya no las presidió Serrano, ni presenció ninguna de ellas. Al anochecer, Romualda fue a la habitación de su hermano para prestarle sus consuelos en tan triste día, y encontró la alcoba desierta. Llamó a su sobrino y ambos se dirigieron al jardín en busca del anciano. Mucho anduvieron antes de encontrarle; el desgraciado padre se hallaba de rodillas en el lugar donde Cecilia había muerto.

Lorenzo y Romualda intentaron alejarle de allí.

–Me siento mal –les dijo–, dejadme morir en paz donde para siempre la he perdido.

Continuó orando y su hermana y el joven murmuraron una plegaria también. Cuando la luna apareció en el cielo se acercaron de nuevo a Serrano que permanecía mudo e inmóvil, le hablaron y no les contestó. Lorenzo entonces se aproximó más, cogió sus manos, tocó su frente y vio que estaba muerto.

Pedro dejó en su testamento una renta vitalicia a su hermana, y su fortuna, que era inmensa, a Lorenzo. El joven hizo levantar un pequeño monumento en el sitio donde murieron Cecilia y su padre. Al año siguiente brotaron allí espontáneamente plantas y flores, y como estas fuesen encarnadas, los habitantes de la aldea dijeron que habían nacido de la sangre que de sus heridas derramó la infortunada joven.

 

 

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